Existen autores que vienen para un rato y existen autores que se quedan con nosotros para siempre. Ese es el caso de Antonio Machado, don Antonio, usado el tratamiento con el cariño con el que uno se refiere a los maestros, no para distanciarlo. Don Antonio nunca es distante, sino cercano, cordial, cómplice.
Corrían los últimos meses del año 1975 cuando un grupo de alumnas del entonces llamado COU (Curso de Orientación Universitaria, hoy desaparecido) descubrimos a este hombre sencillo y didáctico. Eran tiempos de cambios, de airear opiniones escondidas, de rescatar escritores silenciados. Eran tiempos de aventura intelectual, de hallazgos emocionados, de reencuentros joviales. Las librerías mostraban en sus escaparates títulos hasta entonces amordazados. Con regocijo, muchos profesores disertaban sobre lo que les había estado vedado durante tanto tiempo.
Nos llegó al alma don Antonio, tanto que hasta pedimos permiso al director del instituto para hacer un recital de poemas en su honor. Y aquel hombre entrañable —don Juan Estremera Gómez, nunca lo olvido— que nos impartía la asignatura de Literatura con pasión de enamorado, nos lo concedió contento. Así fue como se inició un entusiasmo y un respeto que aún perduran. No podía ser de otra manera. Nos enseñó tanto don Antonio… De forma lúdica —que es la mejor manera de aprender—, asimilamos que no existe estética sin ética, practicamos la tolerancia y la benevolencia. La benevolencia de don Antonio, esa benevolencia en sentido machadiano, esa voluntad de bien que no toleraba lo ruin o lo inepto, esa falta de artificio que afirmaba que «los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que nunca han ido a ninguna parte», esa sencillez que lo encumbra y lo distingue de los pedantes, esos seres que han aprendido todas las lecciones y han olvidado la esencial: la generosidad y el respeto en nuestro acercamiento a los otros. Don Antonio no era del tipo de personas que nos machacan con su sabiduría, sino de las que nos hacen crecer con la misma. Desdeñaba la altivez, como todo gigante auténtico. ¿Cómo no amar a un hombre así?
Lo amé y lo amo. Como se aman a los amigos, porque cuando alguien te toca el corazón y circula por tu sangre, es para siempre. Como él mismo indicó, para juzgar si la labor de un maestro ha sido o no acertada, sólo hay un método: el tiempo. Y ese método —que comparto— lo ratifica en posición digna y noble. Sus palabras siguen vivas; su estela, marcada; su voz, erguida. Por fortuna, sigue presente entre nosotros, don Antonio.
Hoy quiero ofrendarle mi recuerdo emocionado y un pequeño homenaje con sus propias palabras:
«Daba el reloj las doce… y eran doce
golpes de azada en tierra…
…¡Mi hora! –grité–… El silencio
me respondió: –No temas:
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.
Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.»
(De Soledades. «Del camino, I».)
«Sabe esperar, aguarda que la marea fluya,
—así en la costa un barco— sin que el partir te inquiete;
todo el que aguarda sabe que la victoria es suya,
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera
que el arte es largo y, además, no importa.»
(De Campos de Castilla. «Consejos».)
No más palabras, don Antonio, que muchas suyas circulan hoy por la red y estará atónito con semejantes modernidades. No más palabras. Entiendo que con estas pocas bastan para rendirle este sentido homenaje. No le pongo frases superfluas, que sé que no ama «los afeites de la actual cosmética, que sé que desdeña las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna». No más palabras, no me confunda con «un ave de esas del nuevo gay-trinar».
Primera edición de Campos de Castilla, 1912
(Fotografías de Isabel Martínez)
Muchos hablan hoy de don Antonio. Ya lo comprobaréis en cada página.
Saludos a todos y gracias por hacer posible esta jornada.
Desde una ventana invisible para el mundo material, don Antonio se frota las manos, sonríe y, contento, nos guiña un ojo.