El otoño, de A. Vivaldi, barroco delicioso que anticipa en esta pieza la estación que entrará en breve, una de las más hermosas del año en colorido.
Amo la música barroca y os dedico esta hermosura a todos con cariño.
Es estupendo gozar de buena salud, aunque no reparemos en ello, porque sólo advertimos que somos frágiles cuando nos falta aquélla. Cuando, de repente, nuestra magnífica y endeble vitalidad se ve entorpecida por un declive de naturaleza física, y este declive se transforma en meseta y guarda la rutina de los días y de las noches, la mente se ampara en pequeñísimos detalles, en palabras de almas sensibles que inyectan fuerzas en el corazón cansado, en gestos de almas nobles que arropan la malherida humanidad con una sensibilidad que sana.
Por diversas circunstancias de las que no quiero acordarme, el cuerpo que me sirve de instrumento ha tenido que ser sometido a una intervención quirúrgica. Pequeña, no deseo exagerar, pero para mí de cierto calibre, ya que ha sido la primera vez que he entrado en un quirófano y tenía un buen susto metido dentro. Tonto, pero cierto, para qué engañarme y engañaros. No soy ninguna heroína ni la más valiente del mundo. Es más, esta puñetera imaginación mía –a la que le estoy tan agradecida en circunstancias normales– ha campado sin bridas y no ha tenido el más mínimo sonrojo en presentarme muerta por un fallo en la dosificación de la anestesia. Por supuesto que no verbalicé en voz alta la fantasía. Reconozco la exageración y me la reconocí en su momento y me reí de ella –que si no me río, no me luce–, pero quién sujeta a la «loca de la casa», a los miedos libérrimos, a la sensación de desamparo en que caemos cuando nos sentimos débiles.
Ese decaimiento de la fuerza vital nos convierte en seres frágiles y ansiosos de cariño. En ese estado, se aprecia especialmente un gesto cálido, una palabra alentadora, una actitud compresiva, un hermanamiento en lo que, en suma, forma parte de lo que somos, aunque no nos guste y, menos aún, vivirlo como protagonistas. En esos momentos, somos conscientes de golpe de la auténtica fuerza que mueve el mundo. Aunque es muy probable que ya supiéramos que lo importante no es el dinero, ni la fama, ni el poder, ni la prevalencia de un humano sobre otro, en ese estadio disminuido se hace más patente y se afirma sin fisuras.
He tenido mucha suerte, y la sigo teniendo, porque personas maravillosas me han arropado con paciencia y me han nutrido con esa fuerza que no es otra que el amor. Sólo el amor resiste los envites del tiempo, la bruma de los días, el acíbar de quien no lo siente internamente. Porque sólo el amor tiene ojos para ver el alma de los seres. Porque sólo el amor se entrega sin esperar contraprestaciones, ya que es gratuito y, como decía la copla (quitemos hierro a la solemnidad), «el cariño verdadero ni se compra ni se vende». Porque sólo el auténtico amor nos quiere como somos, con nuestras luces y con nuestras sombras, y no nos exige nada. Porque propio del amor es darse, pero darse uno mismo, sin cálculos en posibles beneficios futuros, sean de índole monetaria o emocional.
El amor es indefinible, y como decía Lope de Vega en relación al amor pasión y yo amplío aquí a cualquier manifestación que lo guarde, «quien lo probó, lo sabe». Pero esa indefinición no obsta para que seamos muy conscientes de cuándo lo recibimos y de su poder curativo sobre el cuerpo castigado y el alma sufriente. He de admitir que tengo suerte, que el mayor tesoro del que un humano puede sentirse satisfecho, lo doy y lo tomo a diario. Ahora, aún en estado de convalecencia y de reposo, he tenido y tengo la fortuna de recibir ese bocado exquisito, esa ambrosía de los dioses, de vosotros. Y me faltan palabras para agradeceros tanto y me faltará vida para demostraros que el amor siembra amor, que el amor es lo único que permanece, que el amor, cuando es verdadero y no se lo disfraza, es generoso y se multiplica, es la piedra filosofal que transmuta en oro nuestra existencia.
Siempre soy agradecida con todos y a todos os estoy agradecida. Quizá penséis que tanto agradecimiento es ridículo, pero soy sincera y no sé disimular. Las palabras que escribo directamente, sin estar en la piel de un personaje, las siento y, aunque soy algo tímida para hablar de mí o de mi entorno, cuando rompo la barrera de esa timidez, jamás escondo hipocresía. Supongo que os pasará lo mismo, a pesar de los numerosísimos rumores que ponen de manifiesto lo que se miente en internet, porque nos vamos conociendo y sé captaros a la inmensa mayoría. Por eso, no creáis que hago retórica hueca cuando os expreso mi agradecimiento.
Gracias a todos por vuestros comentarios que me llenan de fuerza y de optimismo.
Gracias a los que me habéis hablado al oído con una sensibilidad que me ha ayudado mucho: gracias, Virgi; gracias, Cabopá; gracias, Man; gracias, Thornton.
Especialmente, y desde lo más hondo de mi corazón, porque toda palabra es poca para agradeceros vuestro apoyo continuo, vuestra presencia diaria, vuestros ánimos generosos: gracias, Nina; gracias, Maia; gracias, Ramón. Con vosotros he comprobado que existen seres que dan cumplimiento en su existencia a las hermosas palabras de San Pablo: «El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue».
Prometo estar totalmente en órbita cuando las circunstancias me lo permitan. Hoy por hoy, aún he de tener paciencia durante un tiempo, de ahí que seguiré con esta lentitud impuesta, con esta falta de rapidez en atender mi blog y los vuestros. Al menos, de vez en cuando gozo de un pequeño respìro que me permite venir, leeros y pasar un rato magnífico.
Para terminar, os contaré que en este pesado reposo estoy leyendo un libro precioso y muy acorde con el tema de esta entrada: El amor verdadero, de José María Guelbenzu. Una gozada para el alma. Bien escrito, con poso, de aliento largo. Alguien a quien aprecio y de cuyo criterio me fío, avivó mi interés por adquirirlo. Gracias, Ana, lo estoy disfrutando de veras. Y qué mejor final para esta entrada que una de las frases de este libro:
«Dinero, gloria, poder, sexo… ¿por qué no acaban de ser una compensación ante la dolorosa contemplación de la luz en la decadencia? Pero queda lo que en verdad acompaña a los más afortunados, a aquellos que han conocido, por sentimiento, inteligencia y esfuerzo, el amor verdadero».