Pierre-Auguste Renoir (Moulin de La Galette)
Esta mañana, mientras me hacían la revisión del coche en el taller, di un largo paseo. Todavía no apretaba el calor como suele hacerlo en esta ciudad donde habito, una ciudad alegre y cómoda, de distancias asequibles y aún no rendida a la despersonalización que se opera en otras; una ciudad de provincias, una ciudad del Sur donde la calle se vive con pasión y vocación de encuentro.
Cansada tras una hora de vagabundeo, me senté en una agradable terraza de una vía peatonal, lejos del clamor ardoroso de los vehículos. Degustaba un magnífico café de la cordillera central de Colombia cuando la tensión de una disputa que se desarrollaba a mis espaldas llegó a mis desprevenidos oídos:
–Nunca has querido amoldarte.
–Soy independiente. Ese es mi fallo pero también mi virtud.
–Fallo, niña, no busques excusas.
–Fallo para ti, que siempre has dependido de los otros; no para mí.
–¿Me estás diciendo que no sé valerme por mí misma?
–¿Dios me guarde! Tú eres perfecta.
–Al menos, estoy pendiente de todos, no como tú.
–También yo lo estoy, pero sin afán de controlar ni de marcar la ruta a seguir.
–¡Esto es el colmo!
–Déjalo estar.
–¿Que lo deje?
–Pues claro. Nunca nos pondremos de acuerdo, somos muy distintas.
–No me da la gana de dejarlo. Diré lo que me parezca.
–Allá tú entonces.
–No sé de dónde has cogido esos malos modos. Has perdido todo conato de educación.
–No he perdido nada. Cada vez soy más educada. La prueba es que aquí sigo.
–Eso crees tú, porque yo te veo hecha una salvaje.
–Si consideras salvajismo al hecho de no someterme a tu yugo tiránico, lo soy.
–¿Me estás llamando dictadora?
–Más que dictadora, eres manipuladora. Disfrutas con ello. Basta con observarte con un poco de atención.
–Pues yo pienso de ti…
–Piensa lo que quieras, como siempre, pero que te conste que ya me importa bien poco. Conozco tus métodos ridículos, esos que usas con el único fin de afirmar tu preeminencia.
–¡Qué disgustos me das! No puedes figurarte cómo me haces sufrir.
–¿Sufrir tú? Sufre tu orgullo. Tranquila, mujer, que tienes una autoestima a prueba de bomba.
–¿En que te he ofendido para que seas tan cruel?
–No es ofensa, es hartura de tus consignas egoístas, de tus sentencias inapelables, de tus actitudes infantiles…
–¿Infantil yo?
–Sí, y mucho. Te crees que no me entero de tus conciliábulos, pero todo me llega.
–¿Qué te llega, qué?
–Tus críticas hacia mí, tu afán de desprestigiarme por la simple razón de no seguirte la corriente, como si todo lo que idearas fuera sublime. Me das pena.
–¿Será posible?
–Lo es. Se acabó este despropósito. Tú yo tenemos concepciones muy distintas de las relaciones humanas.
–Y tanto…
–Sigue con tus espectáculos de autocomplacencia, que sólo engañan a quien no te conozca, y olvídate de mí. Tu visión mesiánica de la vida me aburre, tu actitud manipuladora me hace sentir bochorno y tu afán permanente de que no haya más razón que la tuya me espanta. Yo voy por otras sendas menos rigurosas, por caminos menos intransigentes. Cuando decidas mirarme como a un ser dotado de independencia y con criterio propio (que puede ser muy distinto al tuyo), hablamos.
La mujer más joven, tras sus últimas palabras, cogió su bolso y se alejó de la terraza mientras yo me sumía en mis propios pensamientos. Cada vez me agrada menos que lleguen a mis oídos cierto tipo de conversaciones. El mundo avanza, pero el ser humano sigue en la prehistoria de las emociones. En fin…, que cada palo aguante su vela y que cada hijo de vecino adopte el papel que mejor se le ajuste en el teatro de la vida.
Desde mi atalaya mañanera de diálogos pillados al azar, así ha sido. Más o menos.