lunes, 30 de enero de 2012

LA MECHA

    Hoy tengo el día descreído, la ilusión a la deriva y los ánimos fugados por culpa de tantas tropelías de las que somos objeto los ciudadanos de este país. Ahora se han sacado de la manga los nuevos señores feudales de estos tiempos una tasa para todo el que quiera recurrir una resolución administrativa o una sentencia judicial, un disparate se mire por donde se mire, un desatino que tiene su miga, pues aparte de evidenciar el afán recaudatorio de un estado que hemos de mantener de forma cada vez más gravosa, es un insulto a la inteligencia, ya que implica un freno a un derecho esencial como es el de recurrir lo que consideramos injusto. Parece que nos indicaran: «calla y confórmate con lo que se ha dictaminado, que eres un mindundi y nosotros somos la casta que decidimos sobre el bien y sobre el mal».
Cada vez nos pretenden más borregos, más sumisos y más pobres. Los recortes los sufrimos nosotros, quienes mantenemos a toda esta ralea de desaprensivos que dicen gobernar en interés de todos, un cuento que ya no se creen ni los más ingenuos. Atónitos, asistimos al desmantelamiento del estado del bienestar. Se han quitado la careta y no se sonrojan por disponer barbaridades a diestro y siniestro, como es el caso de la sanidad, que uno llega a la conclusión de que nos prefieren muertos o enfermos si no disponemos de recursos económicos. La vida es dura para todos y quienes no pertenecemos a la casta ni contamos con posibles somos un cero a la izquierda, aunque bien nos tienen en cuenta los parásitos a efectos recaudatorios, que lo que es chupar la sangre les seduce como los perfectos vampiros que son.
Es una auténtica pesadilla la que vivimos, ya que desde las altas instancias se propugna un cuento que cada vez me altera más: tú me das sin derecho a réplica, que para eso eres un desgraciado que has venido a este mundo para mantenerme a mí con el sudor de tu frente, a mí que he nacido para cebarme en tus entrañas como un buitre carroñero, a mí que soy mejor nacido y más hábil que tú. Tengo derecho a que me sustentes y atiendas todos mis caprichos, tengo derecho a exigirte la austeridad que no practico, tengo derecho a silenciarte si te me pones bravo, tengo derecho a ignorarte y a decidir sobre tu vida. Y no me cuestiones ni me andes con zarandajas, porque desde que el mundo existe siempre ha sido así. Si no has sabido apuntarte al carro de los vencedores, si te ha dado por ser un estúpido idealista que atiende unos criterios de lo justo inviables para nuestra subsistencia, habrás de fastidiarte, que tú mismo te has cavado tu fosa. Nosotros somos superiores, entérate de una vez, estúpido traficante de ilusiones.
Descontento hasta la médula, con la indignación cebándose en lo más hondo de mi ser, me he apostado en la ventana y me he dedicado al fisgoneo de todos los vecinos que entran y salen de este paraíso de pacotilla. Tengo comprobado que la observación minuciosa de mis semejantes me relaja y, sobre todo, me ayuda a definirme, pone orden en mi dispersión y aquieta mis miedos. El hecho de vivir en el séptimo izquierda, que no en el séptimo cielo, me dota de una perspectiva alejada, presentándome a los residentes de este edificio singular como muñecos movidos por a saber qué hilos misteriosos.
De lo primero que he sido consciente, como si tratara de una revelación divina cuando es un hecho notorio desde hace años y que solo a un imbécil como yo puede escapársele, es que todos los pisos del Paraíso están habitados por una única persona. Las catorce viviendas de los siete pisos albergan a catorce individuos, una metáfora sin duda de los tiempos actuales, donde la soledad es la tónica imperante y cada vez somos más quienes vivimos solos, sin familia y sin pareja. Quizá se deba a que se trata de un edifico de alquiler, una fórmula a la que nos adherimos los, que en esa jerga anglosajona que tanto odio, somos denominados singles, un palabro que a mí me suena a disco antiguo de pick-up (ay, otro anglicismo). Así que me he quedado al tiempo mohíno y sorprendido por este detalle: cada uno de nosotros ejecuta una melodía particularísima cuando, ahora, se impone el retorno a la orquesta, a la convivencia familiar, que no está el horno para bollos y la crisis obliga a apiñarse a cuantos puedan en unos metros cuadrados para economizar gastos. Pero aquí seguimos singles y erráticos por los caminos tortuosos de la soledad.


Andaba en estas disquisiciones seudosociológicas para apaciguar mi rabia contra todos los chupópteros, cuando ha sonado el timbre de la puerta. Julián, el vecino del segundo izquierda, hombre de mediana edad, sabio a fuerza de sufrir, me ha pedido un par de huevos y no me he resistido a la ocurrencia en consonancia con mi estado de ánimo:
–Eso es lo que necesitamos para acabar de una vez por todas con los caciques que nos sangran –le he dicho mientras buscaba en mi nevera.
–Siempre indignado, David, siempre en pie de guerra. Eres aún muy joven y tu cuerpo no te pasa la factura, pero esos disgustos que te tomas a mí me pondrían la tensión por las nubes.
–¿No te indignan a ti los bochornosos despropósitos que vivimos día tras día?
–Pues claro, pero no me hago mala sangre.
–¡Como para no hacérsela!
–Tranquilo, que a los próceres insensatos que nos gobiernan un día se les rebelarán los vasallos. La historia nos demuestra que no se puede apretar demasiado la cuerda sobre el cuello ajeno.
–Ojalá sea así, Julián, y pronto, que la situación es irresistible.
–Confía en la justicia de este mundo. No se puede pisar sistemáticamente a otro sin obtener la oportuna respuesta –ha concluido en tono arcano, como si fuera el depositario de un secreto liberador.
A solas, he meditado en las palabras de Julián y he concluido que no conozco a nadie que no se halle descontento, por no decir hasta las narices. La mecha está prendida y, en cualquier segundo, hará saltar por los aires las poltronas de la casta.

Pinturas:
Prometeo encadenado, de Gustav Moreau
Prometeo da el fuego a la humanidad, de Friedrich Heinrich Fueger

martes, 24 de enero de 2012

AMIGOS GENEROSOS

Cuando las palabras escritas en la soledad llegan a otros semejantes y los conmueven hasta el punto de hacerlas un poco suyas, se produce en quien las ha escrito un sentimiento de profunda comunión con ellos, de cómplice hermanamiento, al notarse entendido en lo más hondo del significado y sostenido en lo externo de las líneas, en su soporte formal. Esta maravillosa sensación la experimento desde hace días y hoy se ha repetido para mi gozo. Me explico:

Durante toda la semana pasada, un amigo español que vive en Argentina, Rafael Blanco Vázquez, tuvo un microrrelato mío –junto con otros tres excelentes de tres autores- en su blog El hámster y otros cuentos. Con anterioridad, Rafael me había pedido permiso para sacar en su blog dicho microrrelato: «La enferma», que goza de buena estrella, pues también fue publicado en La Esfera Cultural, además de en el presente blog en marzo de 2010. Me resulta curiosa la historia de este microrrelato, uno de los primeros que escribí, allá por la primavera de 2002, cuando el género de la hiperbrevedad empezaba a surgir con una cierta timidez, amparado en el magisterio del magnífico escritor Luis Landero, para mi gusto uno de nuestros grandes novelistas actuales, una pluma llena de hondura, imperdible e imprescindible.

Y hoy, el amigo y estupendo poeta Luis Miguel Rabanal, una persona entrañable para mí, a la que admiro y quiero, ha sacado en su blog, Más palabras para olvidar, un poema de mi autoría: «Una hoja seca», ya publicado en este cobijo en el otoño pasado, cuando Luis Miguel y yo empezamos a conocernos.


Desde aquí, quiero dar las gracias a ambos amigos, a su generosidad y a su apoyo, a su manera elegante de hacer las cosas y a su forma noble de proceder que los retrata como seres respetuosos con la propiedad intelectual.
Gracias a los dos. Con vuestra actitud, habéis conseguido que me sienta extendida y comprendida, alada casi.
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      El sábado 28 de enero, en su blog Arte y poesíael amigo Mateo Santamarta,  saca dos poemas míos: «Amanecida» y «Cronos». Una agradable sorpresa que le agradezco al entrañable y querido Mateo con todo mi ser.

Pinturas de Karl Witkowski, Edvar Munch y Giovanni Dalessi
Fotografía de Isabel Martínez Barquero

martes, 3 de enero de 2012

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


La noche pasada soñé con Gabriel García Márquez. Se movía con lentitud, pero iluminaba con su sonrisa los perfiles grises de un escenario en el Caribe, absurdamente grises cuando lo que se espera de las tierras besadas por aquel mar es un azul radiante. Lo miraba ir de un lado a otro, saludar a viejos amigos de parrandas, acodarse en una esquina y dominar el ambiente extraño de mi sueño. Sentía vértigo y me hallaba paralizada, fascinada por poder contemplar en persona a un ser al que tanto admiro. Quería acercarme y transmitirle mi devoción por su obra, pero mis pies no obedecían mis deseos. Cuando él reparó en mi presencia, me guiñó un ojo y, con un gesto de su mano, me invitó a que me acercara a su lado, justo en el momento en que una gran rosa amarilla borró la escena y me llevó sin contemplaciones a la realidad, a despertarme para mi disgusto, pues hubiera querido permanecer en el sueño mucho tiempo, pero ya se sabe que los sueños siguen sus propios cauces y no nos consultan nunca.
Mientras desayunaba en la cocina, recordé cómo descubrí a Gabriel García Márquez. Fue por puro azar, siendo apenas una niña, con catorce años si no me falla la memoria. Entonces, vivíamos en la hermosa Segovia, donde habían trasladado a mi padre por motivos de trabajo. Mi hermano mayor no vino con toda la familia, ya que permaneció en Murcia, donde ya había iniciado la carrera, y nos visitaba en las vacaciones. Llegó el verano y el fin de las clases para todos, y apareció mi hermano en la casa provisto de un arsenal de libros. Entre ellos, la novela Cien años de soledad en su primera edición, aquélla que hizo la editorial Sudamericana y que tenía las tapas blancas y azules. Cuando él terminó con ella, se la pedí, porque le había observado gestos de gran satisfacción mientras la leía y porque yo ya había devorado los libros que había por la casa y era toda una experta en asesinos, como un malvado Landru. Condescendiente, me la dejó, no sin antes advertirme que no la entendería por mis pocos años. Y así fue como, en las siestas de aquel verano antiguo, entré en un mundo que, efectivamente, no entendí pero que me fascinó y me apresó entre sus páginas. La devoré de cabo a rabo, maravillada por la prosa cálida del colombiano, por los hechos fuera de lo normal que en Macondo ocurrían, tan próximos a la imaginación de un niño o un joven.
Años después, estudiando ya la carrera, aún latían en mi interior aquellas historias de Aurelianos, José Arcadios, Amarantas y tantos otros personajes, como el carismático gitano Melquíades, la hacendosa Úrsula, la virginal Remedios, la bella, y demás seres inolvidables. Compré el libro en una edición barata –ya se sabe lo aireados que están los bolsillos de los estudiantes– y volví a leerlo con pasión. Esa lectura fue más fructífera que la primera, pues ya había salido de la edad de la candidez y mi mente entendía situaciones que antes no abarcaba. Gabo me sedujo para siempre y adquirí todo lo que pude de él. 
No he leído toda su ingente obra, pero sí una buena parte de ella (Cien años de soledadLa hojarascaLa mala horaEl otoño del patriarcaEl coronel no tiene quien le escribaCuando era feliz e indocumentadoLos funerales de la mamá grandeLa increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmadaIsabel viendo llover en MacondoEl amor en los tiempos del cóleraEl general en su laberintoDoce cuentos peregrinosDel amor y otros demoniosMemoria de mis putas tristes y su autobiografía Vivir para contarla). De mis buenos ratos de lectura de este genio narrativo, siempre me ha fascinado su vertiente más privada o, en otras palabras, prefiero al García Márquez que se interna en las historias anónimas antes que al que entra en las relaciones y en los recodos del poder. Me llega más el escritor íntimo y fabulador. Es mi gusto particular y ya se sabe que sobre gustos, no hay nada escrito. Y de entre las obras que le he leído, destaco especialmente Cien años de soledadEl coronel no tiene quien le escriba y El amor en los tiempos del cólera.
Cien años de soledad la he releído en varias ocasiones posteriores, la última en 2006, y no excluyo una quinta lectura y más si me tientan las ganas, pues siempre encuentro en esta novela el halo mágico que engancha al lector y le hace descubrir detalles y hallazgos en cada nueva lectura. Es una obra magnífica, sin desperdicio y, para mí, imprescindible.
El coronel no tiene quien le escriba es un cuento o relato delicioso, perfecto de principio a fin. Su primera lectura me enseñó la emoción que embarga a un escritor con un personaje y la ternura que puede llegar a provocarle. El coronel me gana siempre, no puedo remediarlo.
El amor en los tiempos del cólera es una novela hermosa. Con tal adjetivo, creo que ya lo digo todo. El amor fluye por sus páginas y es analizado desde múltiples perspectivas. Florentino Ariza, Fermina Daza y Juvenal Urbino son tres personajes que se meten para siempre en la memoria y se acunan en la misma con extremado deleite.
Gabriel García Márquez me sedujo siendo muy joven y aún me tiene rendida a sus encantos narrativos. Él, como otros a quienes amo, vino para quedarse conmigo para siempre, porque soy de las apasionadas y fieles, de las que creen que el tiempo no hace otra cosa que profundizar los amores verdaderos.

Fotografía de Antonio Somoza