Libro de microrrelatos
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Nada más salir a la calle se tropezó con él. Volvió a casa deprisa. No deseaba romperse a cada paso en un espejo.
Era la primera vez que salía de viaje con ella. Nuestro destino era París, una ciudad propicia para los enamorados. Estábamos en los inicios de la relación y todo era nuevo y sorprendente, como un día sin estrenar en un país extranjero. Me gustaba aquella mujer, me gustaba mucho.
Por desgracia, no la atendí como debía durante la primera mañana del viaje. Habíamos parado a repostar combustible y tomar un café cuando una avispa inoportuna se enganchó a su brazo que, cándido y desprevenido, sufrió la picadura que le propinó el insecto con saña. Cuando montamos en el coche, ella me dijo que sentía escalofríos y mareos al compás que su brazo se hinchaba como un flotador inflado por un aliento muy potente. Le quité importancia a su inquietud: el picotazo no tenía mayor trascendencia, pronto el brazo y ella misma volverían a la normalidad. Debíamos darnos prisa si queríamos dormir en Lyon para, al día siguiente, llegar a París.
A lo largo de la jornada se quejó varias veces, me hizo partícipe de su malestar continuo mientras me mostraba la hinchazón en aumento del brazo.
Cuando al caer la noche entramos en Lyon, decidí llevarla a un hospital por su aprensiva y cansada insistencia. Pero fue demasiado tarde: mientras aparcaba cerca de la puerta de urgencias, falleció entre convulsiones.
Desde aquel momento aciago, odio a las avispas.
Sonaron las doce campanadas y, con ellas, las doce palabras que llevaba ensayadas desde hacía doce meses:
—Te supuse amable, craso error. Hasta aquí ha llegado mi paciencia contigo.

Mi quinta novela.
Una distopía político-sanitaria que se desarrolla en los años 2049 y 2050.
¿Cómo podría llegar a ser el mundo dentro de 30 años? Aquí se aventura una hipótesis que ojalá que nunca se cumpla.
Publicada con Letrame Grupo Editorial en edición impresa (ver página Contacto para conseguirla).
Va en el interior de un automóvil de cristales tintados. Es el momento de la huida, el intervalo donde Leopoldo Rubio piensa que nunca hubiera podido imaginar que acabaría convertido en un prófugo. Un fugitivo que huye en un vehículo pilotado por un hombre al que desconoce. Es mejor así: ni sabe quién es el varón que apenas le ha dirigido dos palabras, las estrictas de cortesía cuando montaba a bordo, ni el silencioso chófer adivinará que transporta a un magnate de la industria farmacéutica caído en desgracia. Las vendas repartidas por su rostro y las enormes gafas de sol oscuras le van a impedir al que conduce meterse en elucubraciones sobre su identidad.
Toda la cadena de acontecimientos que lo han llevado al estado actual comenzó con las vacunas antigripales. Su memoria se remonta al inicio, al momento del encargo, a la mañana en la que fue llamado al palacio de la Moncloa por el comisario para España de la Comunidad de los Estados Europeos.
Rememora aquella mañana con minuciosidad. Su recuerdo es muy vivo, como si hubiera ocurrido tan solo unas horas antes. Evoca todos los detalles, todos los matices de aquella mañana en la que se inició la pesadilla en la que ahora se halla inmerso. Se ve a sí mismo apresurado, con una torpeza casi rayana en la comicidad, como si estuviera dentro de una de esas películas antiguas de principios del siglo XX donde los personajes se aceleran de forma ridícula en movimientos muy rápidos y cortantes, casi convulsos, en nada similares a los comunes de la vida cotidiana. Lleva prisa, mucha prisa: no todos los días alguien es llamado para entrevistarse con el comisario para España de la Comunidad de los Estados Europeos. Se siente importante. Piensa que su labor al frente de los laboratorios por fin se va a ver recompensada. Aunque no sabe para lo que ha sido reclamado desde tan altas instancias, intuye que puede ser para recibir la noticia de una más que merecida condecoración o para una consulta a efectos de ocupar un alto cargo relacionado con la sanidad europea. O, tal vez, cabe la posibilidad de cumplir un viejo sueño que arrastra desde que era joven: el de extender sus productos más allá de Europa. No le extraña que su talento sea reconocido. Han sido muchos años de lucha coronada por el éxito, los suficientes para tener un nombre bien cincelado en las conciencias de los que rigen los destinos del mundo. Sea para lo que sea, pronto resolverá el enigma y se le aplacarán los nervios que lo acosan por dentro como un batallón de serpentinas eléctricas.
En cualquier caso, es consciente de que es un privilegiado. Y de los privilegios debe sacarse tajada, lo cual reflejará con satisfacción en el balance de beneficios de los laboratorios. Porque, como ha pensado siempre, están muy bien los honores, pero si no van acompañados de una mayor riqueza los cede con gusto a los tipos que solo viven de su propia vanidad inflada, sin una moneda propia que les sostenga el orgullo ni un patrimonio que los cobije al margen de las minúsculas viviendas sociales. A fin de cuentas, él no es nuevo en la vida y bien sabe que poder y fortuna se dan la mano, aunque dentro de las coordenadas permitidas por los poderosos del planeta.
En la amplia entrada del piso, se mira de soslayo en el gran espejo que su mujer colocó años atrás, quizá con la intención de ofrecer un instrumento para la coquetería de última hora o quizá, simplemente, para confirmar la correcta imagen de los habitantes de la casa cuando van a salir de ella. Dori siempre ha sido una presumida y pretende que lo sean todos los que viven a su alrededor, aunque ese «alrededor» esté circunscrito solo a él. No tienen hijos por los que velar. Los espermatozoides de Leopoldo Rubio son estériles y Dori no quiso acudir a un banco de esperma para fecundar sus óvulos. Rechazó tanto llevar en su vientre una semilla fertilizada por un extraño como la concepción de uno de sus óvulos en un útero artificial, un método aséptico, cómodo y con muy buena acogida entre las mujeres. «Si no contiene la información genética de ambos, me niego a que se críe en esta casa alguien con genes de un desconocido», le dijo a Leopoldo de forma contundente. Por más que lo intentó durante unos años, no pudo convencerla de que a él le bastaba con que la mitad del genoma de la criatura procediera de ella. «Se quiere a un niño por criarlo y educarlo, no por haberlo engendrado. Además, nos conviene un heredero para nuestro patrimonio», solía argumentarle para persuadirla, deseoso de nueva savia, tanto en la casa como en los laboratorios. Se imaginaba a sí mismo en la ingente tarea de la paternidad y la ilusión se le disparaba como si fuera un muchacho con miles de sueños por cumplir. Pero Dori siempre fue testaruda y se opuso. «Cuando llegue el momento de preocuparse por herencias, siempre tendremos sobrinos a los que alegrarles el futuro», le argumentaba con gracia. Y Leopoldo se conformó con el dictamen de su mujer, aun sabiendo que esos sobrinos lo eran solo por parte de ella, pues él nunca tuvo hermanos, una carencia que le pesaba en el interior y que se guardaba de verbalizar ante cualquiera.
Se sacude con las manos unas imaginarias motas de polvo que puedan deslucir el traje oscuro. También él se ha vuelto algo coqueto con los años. Satisfecho con la imagen noble y despejada que se refleja en la luna bruñida, silba un viejo tema del siglo XX, una de esas canciones que se resiste a abandonar la parte mecánica de su psique. C’est lui pour moi, / moi pour lui dans la vie. Se repeina con los dedos y sale, ufano. Je vois la vie en rose.
Dentro del ascensor, siente que está anticuado: tararea viejas canciones que le escuchaba a su madre cuando era un niño; viste y peina a la antigua usanza, incluso usa corbata, una prenda que ya es una pieza de museo; sus modales son demasiado ceremoniosos para la sociedad informal de mediados del siglo XXI y, en general, se halla al margen de las modernas modas que favorecen un estilo descuidado, con materiales naturales como el algodón o el lino, que él detesta por su tendencia a arrugarse, o con zapatillas de deporte en todos los colores posibles. Le parece de mal gusto, e incluso un atentado contra la estética, que hasta los hombres públicos adopten estas modas en aras de la comodidad, pero es el tiempo que le toca vivir. Corre el año 2049 y el escenario del mundo es muy distinto al existente cuando él nació. Todo ha cambiado a una velocidad de vértigo. Los países que aprendió en el colegio ya son un mero recuerdo que recogen los libros de historia, unas entidades sin sustantividad jurídica ni organización soberana propia, meros departamentos administrativos de instituciones supranacionales que solo persisten por costumbres y tradiciones comunes.
El mapa del mundo es otro, como otras son las líneas de la política mundial, aunque el interior y las aspiraciones profundas de las personas sigan siendo las mismas. Ahora, los gobiernos existentes en el planeta Tierra son pocos, apenas siete: la Federación de Naciones Africanas, los Estados Unidos de América, la Federación de Estados de América del Sur y Centroamérica, los Estados Federados de Asia, la Comunidad de los Estados Europeos, la Liga de Regiones de Oceanía y la Unión de Colonias de la Antártida. Las antiguas democracias, de las que los occidentales se sentían tan orgullosos años atrás, ya no existen, no tienen sentido: los ciudadanos dejaron de acudir a las urnas por la corrupción creciente de la clase política, se desentendieron de los asuntos públicos, cansados de que se burlaran de ellos en una pantomima costosa que solo se acordaba de sus votos cada cierto tiempo para olvidarlos nada más ser obtenidos. Cuando la abstención alcanzó al noventa y ocho por ciento de la población, los poderosos, los eminentes intocables, los más acaudalados del planeta, decidieron actuar, poner orden en un mundo a la deriva. Y lo hicieron abarcando territorios secularmente pobres y sin presencia en la formación de decisiones a nivel planetario. Desde entonces, los gobernantes de las siete grandes federaciones mundiales son nombrados a dedo por las grandes fortunas de la Tierra sin que nadie proteste. Las coordenadas de la política son uniformes para todo el orbe, dictadas por los pocos que rigen los destinos de la humanidad.
La satisfacción generalizada impera. Las revoluciones son hechos del pasado que no tienen cabida en la sociedad uniforme de mediados del siglo XXI. Todos están contentos con su suerte, ya que gozan de lo imprescindible para vivir, sin que se den las bolsas de pobreza de momentos históricos teóricamente más boyantes. Los intocables entendieron que más valía que los recursos se distribuyeran de manera equitativa entre toda la población mundial a que el descontento generara simientes alborotadoras. Si atendían las necesidades primarias de todos los seres humanos, el mundo sería más controlable y se frenaría la alarmante inmigración hacia zonas desarrolladas. Las familias pudientes continuaron siéndolo con el beneplácito de los de arriba e, incluso, con la posibilidad de incrementar en algunos millones la fortuna ya amasada, pues no era cuestión de impedir los deseos de mejoría de las mentes más emprendedoras, sin duda grandes aliadas de los poderosos para el mantenimiento de las condiciones queridas por ellos.
Los individuos pronto se volvieron conformistas al tener cubiertas sus necesidades básicas de comida, vestido, techo donde guarecerse y servicios esenciales, como energía por gas, solar o eléctrica, agua, educación o asistencia sanitaria. Desde el 1 de enero de 2033 se lleva centralizado el número de los habitantes del planeta. Los nacidos antes de la indicada fecha tuvieron un año para acudir a las correspondientes oficinas a efectos de ser censados y de que se les introdujera el denominado microchip personal donde consta el respectivo número de identificación individual. A los nacidos a partir de la misma se les infiltra el microchip con su número de identificación nada más llegar al mundo. De este modo, a cada persona se le concede un número distinto por potentes ordenadores y dicho número lo acompaña durante toda su vida, insertado en el microchip personal. Dicho microchip es un auténtico prodigio de ingeniería informática; se aloja en el cuerpo humano a través de una inyección subcutánea en la parte interior del antebrazo derecho. Superados los iniciales problemas que a principios de siglo generaron los microchips implantados en seres humanos, sobre todo los de salud, dada la tendencia a desarrollar alergias variadas o cáncer por los portadores de los mismos, en la actualidad es el método de identificación personal por antonomasia. Los actuales microchips están elaborados con materiales compatibles con el interior del organismo humano. Son imprescindibles para la vida en condiciones dignas. Cualquier actividad prestadora de servicios, incluidos los sanitarios o asistenciales, requiere la previa lectura del microchip individual. También las operaciones de pago en cualquier comercio y las gestiones bancarias se realizan del mismo modo, por lo que desaparecieron hace mucho las antiguas tarjetas de crédito y débito. El dinero apenas se usa, siendo una mera abstracción de seguridad, sobre todo para aquellos que confían la misma en su cuantía. Se acuñó, incluso, una moneda única para todos los rincones del orbe con el deseo de facilitar las transacciones comerciales y el libre tránsito de individuos de unos territorios a otros, además de conseguir con esta medida, tan del gusto de todos los pobladores del mundo, eliminar las pérdidas de valor por los cambios de divisas. Cualquiera puede moverse por cualquier punto del planeta sin necesidad de preocuparse del cambio de moneda.
A través del denominado número de identificación personal insertado en el microchip, el individuo lleva siempre en su propia persona su filiación, su historia sanitaria y demás extremos de interés, como es la cuenta de la asignación de recursos desde que nació o, si su nacimiento fue antes del 1 de enero de 2034, desde esa fecha. Pero, además, el indicado número tiene claras ventajas identificadoras y controladoras, ya que, desde la red de ordenadores conectados, se puede consultar en cualquier parte del mundo quién es una persona concreta. El número de identificación personal es enlazado con los números de identificación de los progenitores, de manera que, mientras que el humano no alcanza la mayoría de edad, fijada en los dieciocho años en todo el mundo, son sus padres quienes reciben lo necesario para su subsistencia. La educación del niño o del joven, así como su asistencia sanitaria, es dispensada de forma gratuita por los servicios públicos en atención a su número identificativo.
El hecho de llevar un microchip permanente implica, en contrapartida, la localización continua de una persona. En todo momento se sabe dónde se halla un individuo, lo que no es del agrado de muchos, ya que argumentan que va en contra de la libertad individual. Pero los centros de poder siempre han defendido esta prestación del microchip humano, ya que con ella se ha ganado tranquilidad en todo el mundo. Difunden que supone un gran avance que les permite apresar a aquellas personas que van en contra del sistema, bien sea por sus tendencias revolucionarias, por sus habilidades cleptómanas e, incluso, por sus instintos terroristas. Nadie escapa de la autoridad de los poderes públicos, lo que se traduce en un aumento asombroso de la seguridad jurídica en todo el planeta. Lo que no pregonan los poderosos y todo el mundo sabe es que se puede manipular el microchip personal por expertos para que quede neutralizada la función de ubicación del individuo. Son muy pocos los que hacen bien dicho trabajo, pues se han de tener sofisticados conocimientos médicos e informáticos, y suele costar una auténtica fortuna utilizar sus servicios, impagable por la mayoría. Una chapuza cuando se maniobra con el microchip personal puede derivar en efectos indeseables, como lo es el borrado de la historia sanitaria del sujeto en cuestión o de sus cuentas bancarias, o el más terrible de la desaparición del Banco Mundial de Datos Personales, con la consiguiente pérdida del derecho a exigir las prestaciones básicas. De ahí que sean muy pocos los que se animen a una operación de este tipo.
En el mundo que habita Leopoldo Rubio todo está controlado para que a nadie le falte de nada. Si algunos deciden obtener mayores niveles educativos o sanitarios, han de costeárselos por su cuenta y riesgo, aunque son minoría los que aspiran a más. El número de identificación personal insertado en el microchip da derecho a todas las prestaciones básicas, de manera que no se pasa ninguna privación. Dicho número, para ser efectivo en todo ser humano mayor de edad, se conecta con la obligación de hacerse, cada cinco años, un par de fotografías que quedan integradas en su banco de datos.
En esta sociedad igualitaria, donde el trabajo ya no es preciso para poder vivir de manera digna, nadie se enriquece de forma inmoral, pero tampoco nadie padece privaciones indecentes. Los seres humanos de mediados del siglo XXI son conformistas, saben que siempre habrá alguien por encima de ellos, que no se pueden suprimir las ansias de poder de los opulentos, y prefieren a unos cuantos políticos pusilánimes, meros monigotes manejados por las grandes fortunas de la Tierra, perfectamente identificados y controlados por estas, que no al batallón de políticos y funcionarios de épocas pasadas, donde las administraciones públicas habían proliferado como setas en un bosque húmedo diezmando los bolsillos de los ciudadanos con subidas de impuestos exorbitantes, rayanas en la confiscación.
Ahora se ha llegado a poder vivir sin trabajar, no hay trabajo para todos. Las tareas repetitivas, las mecánicas, las de recuento y similares son llevadas a cabo por sofisticados robots y ordenadores muy precisos.
Este es el mundo donde vive Leopoldo Rubio.

Mi tercer libro de relatos
Gira en torno al paso del tiempo en las mujeres
Publicado por Tres Fronteras Ediciones
También puedes obtenerlo en edición electrónica:
https://www.amazon.es/Mujeres-otoño-Isabel-Mart%C3%ADnez-Barquero-ebook/dp/B07CSJMRXP/ref=asap_bc?ie=UTF8
La señorita Clara
La señorita Clara corta con un hondo suspiro las lágrimas que le han enrojecido los ojos y le han dejado levantada la piel de las mejillas. Lleva tres horas con un llanto incesante, tres horas entregada al desconsuelo causado por la falta de unos de los seres más bellos que ha conocido en su vida, tres horas de desesperación, tres horas de tragedia sin lenitivos, tres horas de congoja para que su mente se haga a la noticia, a la triste noticia del fallecimiento de unos de los cantantes más dulces del mundo de la música.
Recoge con ademanes cansados los libros que han quedado esparcidos sobre la mesa antes de recibir la comunicación de la muerte de Claude, los coloca en los lugares correspondientes de las estanterías y, como una viuda que se prepara para velar el cadáver del esposo difunto, se dispone para escuchar las canciones de Claude, su viejo amor, el que treinta años atrás la cautivó durante tres infinitas noches de sexo y cuatro días magníficos de complicidades y paseos románticos por las calles de la ciudad que nunca volvió a ser la misma tras su partida.
Todo comienza de nuevo en su recuerdo, el lugar intangible que le permite guarecerse en las vivencias de la historia que la reconfortan. Revive su antiguo amor con Claude al compás que la voz melosa de él se esparce por la estancia en penumbra. Mientras domina algunas lágrimas rebeldes y evita que se desborden en una catarata que la suma otra vez en una aflicción inútil, se ve en aquellos tiempos pasados, cuando ella era aún joven y brava, cuando se enamoró de Claude hasta el tuétano.
Se observa a sí misma con claridad. Se ha llevado un gran disgusto. Su novio de entonces, Martín, la ha burlado una vez más: se ha ido de viaje sin anunciárselo. Cuando se entera por teléfono de su marcha imprevista, le pregunta en qué hotel se halla, por el simple gusto de saberlo, le dice, aunque sus intenciones son más arteras. Con los datos obtenidos del confiado Martín, se pone en contacto inmediato con un detective privado de la ciudad donde se halla el joven que empieza a cansarla con sus devaneos continuos y con sus misterios de baja estofa. Está harta de la propensión al engaño del muchacho hermoso con el que ha establecido relaciones. Quiere que el detective siga a Martín y consiga pruebas, las justificaciones obvias de su conducta disoluta, las evidencias inapelables para que su alma de mujer sensible quede satisfecha y jamás pueda suponer que fue movida por el capricho y no por la realidad contrastada.
El detective se pone en funcionamiento. Al cabo de pocas horas, le cuenta las andanzas pretendidamente laborales de Martín, esas que ella sospecha como toscas correrías de entrepierna. Porque las intuiciones de la señorita Clara son ciertas según se desprende de los informes que el investigador privado le suministra: el sujeto vigilado apenas ha salido del hotel unos minutos durante su estancia, los necesarios para aprovisionarse de alcohol en cantidades ingentes. El sabueso lo ha seguido hasta la misma puerta de la habitación y se ha quedado por el pasillo, a la espera de alguna visita o de algún otro indicio que le dilucide con quien piensa compartir el mozalbete el arsenal de botellas subidas. No ha tenido que esperar mucho rato el detective, pues en quince minutos llama a la puerta de la habitación de Martín una hermosa joven de cabellos rubios y piernas tan largas que da vértigo recorrerlas con los ojos. Al investigador no le queda duda alguna sobre la naturaleza de las relaciones del investigado con la rubia cuando escucha los arrullos amorosos mezclados con las melodías del hilo musical. Sonríe satisfecho y se larga del hotel con la sensación del deber cumplido. Un lío de faldas, como tantos otros para los que se requieren sus servicios.
Cuando el detective ha informado a la señorita Clara por teléfono de las acuciantes ocupaciones profesionales de su novio Martín, aquella demuestra su exquisita cuna sin inmutarse lo más mínimo, sin que un quiebro de su voz delate el vendaval celoso que se ha levantado en su fuero interno. Martín ha traspasado con creces la línea de cualquier comportamiento permitido. Tras varias escapadas del mismo estilo en los últimos meses, la señorita Clara no está por la labor de seguir entreteniendo amores con un rufián de calenturas infieles y palabras engañosas, así que resuelve romper con él en ese mismo momento, al margen de la aquiescencia del implicado.
Contenta con su decisión y apaciguada en su dignidad ofendida, la señorita Clara no se explica cómo su cuerpo sigue comportándose como si estuviera metido en medio de una jaula poblada de alacranes. Dispuesto el corte con el infiel Martín, es para que la tranquilidad de ánimo hubiera regresado a su espíritu, pero no hay manera de conseguirla, no obstante las muy buenas palabras que se dice a sí misma y las recomendaciones de diversión con las que se hostiga, como si el jolgorio fuera la varita mágica que le va a disipar todas las penas producidas por el traidor. No cesan sus agitaciones caóticas, sus hipidos nerviosos, sus furias desatadas. Continúa un buen rato como si estuviera siendo filmada por una mala cámara que acelerara hasta el histrionismo todos y cada uno de sus movimientos. Como una muñeca antigua y trágica, se ve a sí misma en blanco y negro, ridícula e inquieta hasta la extenuación, presa en una película insufrible.
Harta de no hallar quietud en ninguno de los entretenimientos espirituales que suelen acaparar su atención, decide acicalarse a conciencia. Saldrá de caza. Sí, se tirará a la calle para echarse en los brazos de cualquier muchacho que encuentre en su camino. Solo de este modo considerará que Martín y ella están empatados. Porque el torbellino colérico que se ha desatado en su interior por haber sido burlada no la deja tranquila un segundo. Es como si unos dientes se le clavaran con saña, como si un cuchillo se complaciera en hurgarle por los rincones más recónditos de su ser. Tiene bien claro que su alma le exige sangre, venganza, una máxima traición que la ponga a la misma altura de Martín. No podrá descansar hasta que le pague al ingrato con la misma moneda.
Con una coquetería calmosa que hace tiempo que no la visita, se da un baño, se embadurna de hidratante corporal, se viste, se maquilla y se perfuma como si fuera a visitarla un marajá de la India. Se mira en el espejo satisfecha del resultado obtenido. La hora y media que ha invertido en componer la imagen deseada ha merecido la pena: la luna le devuelve a una mujer joven absolutamente irresistible. De blanco vaporoso, con las oportunas transparencias y ceñidos donde conviene, su bronceado playero destaca con sensualidad, lo mismo que su pelo oscuro y brillante. Sus ojos despiden chispas de seducción y su boca jugosa, realzada por el carmín rosáceo, hace la mueca de darse a sí misma un beso. Por muy maricones o flojos que sean los hombres de su ambiente artístico, alguno habrá que no se resista a sus encantos realzados.

Mi cuarta novela
Novela corta metaliteraria
Publicada en Amazon
Edición impresa y electrónica:
1
El alba
aún no ha quebrado la negrura impenetrable de los cristales con su blancor
lechoso, fantasmal. El silencio se impone como un manto oscuro que alberga los
sueños de los hombres. Y yo ando por aquí en pijama, escribiendo frases sin
sentido, insulsas, impregnadas de una cursilería evidente, como las dos con las
que he iniciado esta hoja, una nueva hoja de un archivo aún sin nombre; pero
que arranca con visos de diario, como si a estas alturas de mi vida me fuera a
venir el capricho de escribir sobre mí mismo.
Las mismas tonterías de siempre, las que me entrega el insomnio
cotidiano. Hasta tengo la desfachatez de imaginarme que llegarán a algún lado
estas primeras frases o que yo llegaré con ellas a una fama que no sé si me
apetece, porque me da cierto miedo lo que no conozco, no vaya a ser que no sea
tan idílico el renombre como lo pintan.
Me encojo de hombros y me sonrío. Como de costumbre, las palabras se
enredan y me enredan, porque tengo muy claro que aspiro a la notoriedad
pública. ¿Qué escritor no quiere ser reconocido por sus congéneres? Si uno no
es leído por sus contemporáneos, se consuela con el pensamiento de que la
posteridad le otorgará los laureles que se le niegan en vida. Existen muchas
maneras de engañarse para encontrarle un sentido al hecho de escribir sin
destinatarios inmediatos, sin los espejos precisos que alienten la labor
solitaria, callada y colmada de paciencia; sin duda, una labor propia de
espíritus desquiciados, como el mío.
Sacudo la cabeza con humor: está claro que aún no he perdido al
adolescente lleno de quimeras que un día fui, al niñato imaginativo peleado con
el mundo que se reconcilia con él por la vía de la escritura. En ocasiones,
como ocurre en estos momentos, disimulo mi poquedad e imagino que los párrafos
que surgen en la soledad prolífica de la madrugada son buenos y están llamados
a ser leídos por los lectores más sensibles, por los más exquisitos, por los
más cultos. Aunque sea mentira, es bueno creer que en un momento dado la
crisálida se convertirá en mariposa, que la suerte cambiará, que las
circunstancias me mimarán tal y como hacen con otros. ¿Por qué no me va a tocar
alguna vez la lotería en la ruleta de la existencia?
La ilusión no debe perderse jamás para no extraviarse uno en los
laberintos de la desgana. Sin ilusión soy el mismo, solo que más triste, con un
peso en el fondo de mi persona que no resisto, que me abruma. Más vale que la
mantenga para que mis días no pierdan el brillo magnético de lo posible, de lo
alcanzable, de la probabilidad a mi alcance, esa que me inculcaron desde niño,
cuando me decían que la perseverancia aplicada a un fin consigue el milagro de
lo deseado. Lo escribo y me sonrío. Quizá he llegado a un punto donde descreo,
donde se tambalean las verdades que edificaron mis valores, donde no existe
asidero posible y solo cabe ir dando tumbos por las páginas que intentan
salvarme de mi miseria.
Estúpido y utópico, me aplico en la tarea de sacrificar el sueño físico
en pos de algunos párrafos que sacien mi sed de belleza, ¿o es de eternidad? A
saber lo que se oculta en la pulsión irrefrenable de atender esta fiebre por
encima de las necesidades del cuerpo y de los afectos del espíritu.
En la soledad de mi despacho mínimo, escribo día tras día durante la
franja temporal incierta de la noche, durante unas horas donde la inmensa
mayoría de los humanos pasea por los territorios ignotos de los sueños. Lo hago
con un alto grado de concentración, ajeno al horario del otro habitante de la
casa: mi mujer, Mila. Son mis mejores horas, aquellas donde encuentro mi máxima
inspiración y rendimiento. Desatiendo las recomendaciones continuas de Mila,
que me pide que duerma más, que descanse. Aunque me entiende en esta calentura
no elegida que se me impone al margen de mi voluntad, como un destino
inamovible de los antiguos griegos, a ella no le agrada que sacrifique mi
descanso noche tras noche. Piensa que mi cerebro va a enfermar de utopías, que
se va a perjudicar con tantas ilusiones edificadas en el aire sin un protector
que las sustente, sin un padrino que me defienda en los lugares adecuados para
hacerse visibles, sin una mano que me ampare en un camino jalonado por
vanidades y orgullos desmedidos.
Mila comprende que la escritura es una especie de sacerdocio entregado y
absorbente, una tarea que exige más líneas cuantas más se llevan escritas, una
ocupación propia de Sísifos esperanzados, como si la inmensa piedra no fuera a
caer de nuevo, como si no se fuera a desbaratar el esfuerzo de titanes de unos
seres que se cumplen en el encadenamiento de palabras, en la plasmación por
escrito de todo lo que pasa por sus cabezas. Entiende el hambre voraz, nunca
saciada, que se ha abierto en el interior de mi ser, quizá en el sitio que
muchos llaman alma con
grandilocuencia trascendente. No obstante su comprensión, para mi mujer no debo
persistir en el hábito de levantarme de madrugada a efectos de rellenar unas
cuantas hojas cuyo destino es incierto, porque nunca se sabe si lo escrito en
la excitación de la noche permanecerá invariable con las luces del día.
Así de inseguro es mi proceder, así de inútil es mi labor diaria. Nunca
me siento satisfecho. Nunca respiro con alivio tras la conclusión de una obra.
Hay que repasar una y mil veces, hay que corregir hasta el aturdimiento, hasta
un punto donde ya no queda claro qué versión es la mejor, la más depurada, la
más redonda de todas. Porque son muchos los prismas, los enfoques, los matices,
las realidades que surgen, poliédricas, en la labor nunca acabada y siempre
apasionante.
Si la inseguridad se presenta cuando he escrito, me tiembla el pulso de
imaginar lo que ocurre cuando no lo he hecho, cuando las horas últimas de la
madrugada o primeras del amanecer se han destinado a intentar plasmar alguna
frase decente que no se concluye en un párrafo digno de guardarse. Es
frustrante perseguir una idea escapada de un modo definitivo por las rendijas
invisibles de un aire turbio, el aire que me envuelve cuando los dedos no
corren por el teclado movidos por la pasión que me consume.
Porque ocurre muchas veces, demasiadas para mi estima menguada, que
pierdo el sueño y no obtengo el alivio de unas cuantas palabras engarzadas con
armonía, esas que me justifiquen las pocas horas de sueño y que me hagan creer
que camino hacia algún lugar donde nadie antes estuvo de la manera en la que yo
lo estoy. No me engaño y sé que es estúpido a estas alturas de la historia de
la humanidad pretender hablar de algo sobre lo que no se haya hablado
previamente. Todo tema es manido. Todo está ya dicho desde hace innumerables
siglos. Demoledor, pero cierto. Todo ha sido exprimido por la mente escrutadora
del hombre, aunque no se haya extraído ninguna conclusión que sacie la sed
continua del alma humana y el empecinamiento en hallar respuestas donde solo se
elevan preguntas, preguntas y más preguntas centuria tras centuria, generación
tras generación. Al fin y al cabo, son las preguntas lo que más me interesa,
las preguntas adecuadas para que las reflexiones circulen por los carriles convenientes.
Sí, huyo de las respuestas, de las frases de los feriantes de ilusiones, de los
aforismos que embriagan con la entelequia de lo estático, de lo inamovible,
como si el espíritu humano no tuviera tendencia a dar brincos inesperados,
piruetas indóciles que lo desenredan de los cordeles que pretenden maniatarlo.
No cabe el asombro ante un tema a estas alturas de la historia del ser
humano, aunque tal vez sí sea posible ante su modo de tratarlo, lo mismo que
ante las preguntas que se formulan, esas que nos ayudan en el camino del
avance. Pero hay que olvidarse de ser pionero en algo. Todos los territorios
del saber, del sentimiento, de la emoción, fueron colonizados hace mucho. Me
fastidia asentir ante estos axiomas, renunciar a la utopía de suponer nuevos
caminos inexplorados. En algún sitio recóndito de mi persona, guardo la
ingenuidad de ser novedoso. Como si eso aún fuera posible, como si cupiera
semejante milagro. Será mejor ser realista y no pretender lo que nunca se va a
dar. Ya lo vio muy claro Jean de La Bruyère hace bastantes años cuando
indicaba: «Todo está dicho ya, y hemos llegado demasiado tarde, al cabo de más
de siete mil años que el hombre existe y piensa».
No debo olvidar nunca, como expone Enrique Vila-Matas, que «escribimos siempre después de otros». Quizá es mejor así y el propio Vila-Matas
lo sienta con su ironía, tan de mi gusto, cuando bromea al decir: «en realidad tener que transmitir algo a la posteridad es un
problema, un grandísimo problema y un coñazo».
Me corresponde asumir
mi elección, mi soledad, mi fiebre. Ya lo expuso Margaret Atwood: «Lo más probable es que
necesites un diccionario, una gramática y tener los pies en la tierra. ¿Qué
quiero decir con esto último? Que aquí nadie regala nada. Escribir es un
trabajo. También es apostar. No viene con un plan de pensiones. Habrá ciertas
personas que puedan echarte una mano, pero en esencia te las tendrás que apañar
solo. Nadie te obliga a escribir. Si escribes es porque has elegido hacerlo,
así que no te quejes».
Novela de intriga psicológica
Publicada con MundoPalabras en edición impresa, ver página Contacto para conseguirla.
Sábado, primer día
1
Recuerdo que el
cambio en mi persona se inició a los pocos meses de mi regreso a Murcia, cuando
se instaló en mi espíritu la sospecha de un asesinato. Antes de forjarme
semejante recelo que me llevó a salir de los escuetos límites de mi propio y
aburrido interior, ya preparaba el abandono de los pilares que me sostenían en
un desequilibrio constante. El tránsito hacia la nueva Celia se había puesto en
marcha, sin que yo misma fuera demasiado consciente. Su origen lo encuentro en
la noche en que llegó a mis manos el diario de los últimos días de Carmen
Vidal, un cuaderno que cambió mi vida para bien. Fue durante una fiesta de
finales de la primavera pasada, una de esas veladas pegajosas por las que
siente una especial estima mi amigo Álvaro. El aire anticipaba los rigores del
estío próximo y los contertulios, ahítos de comida y de bebida, languidecían en
conversaciones pretendidamente interesantes. Me hallaba aturdida por la
densidad untuosa del ambiente, sin duda planchada y mustia a los ojos de
cualquiera que me observara; pero mi actividad interna era fértil, azuzada por
un espíritu crítico que me aguijoneaba en los últimos meses y me impedía el
disfrute de quienes hasta entonces había considerado mis iguales. Atravesaba
una de esas turbias épocas en las que los demás cargan, hagan lo que hagan y se
expresen como se expresen, uno de esos períodos huraños en que cuesta hasta
aguantarse uno mismo y la propia psique es un campo de batalla incesante. Cada
vez detesto más esas etapas estúpidas y desesperanzadas, esos pozos infecundos
que solamente sirven para verle la cara al desasosiego más devastador; pero el
ser humano no elige en la mayoría de las ocasiones los estados de su ánimo,
sino que los decreta el entorno en combinación con una química corporal que
escapa del control de la mente.
Me
levanté de mi asiento y pasé a la casa de Álvaro. En su interior barroco y
colorista, los muros exhalaban calenturas retenidas y el bochorno reinante
superaba con creces al del jardín. Camino del baño, me detuve en el agradable
rincón de lectura de mi amigo. Sobre la mesa camilla, asomaba entre los libros
un tomo de pastas nacaradas. La rareza infantil del libro estimuló mi
curiosidad y, con una parsimonia atenta a su disposición de origen, lo saqué y
lo coloqué encima de todos los volúmenes. Sin atreverme a desplegarlo, paseé mi
vista indecisa por sus contornos. Ninguna letra en su exterior daba indicios
sobre su posible contenido. Acaricié su textura externa con avidez, muy grata
en su lisura fría. No terminaba de decidirme sobre la conveniencia de bucear
entre sus páginas, y esta duda me mantenía en vilo y expectante. Algo similar a
la vergüenza me detenía y me impedía internarme en el paisaje de sus hojas. Su
tacto me recordaba al de los misales de los niños, los cándidos breviarios que
se les suministran para que no les falte ningún detalle cuando van a hacer su
primera comunión. Solo se diferenciaba de ellos en la falta de un mecanismo
dorado de cierre y en el tamaño del volumen, mayor que el de una cuartilla y
menor que el de un folio moderno, sin llegar a ser una holandesa, un formato de
hoja infrecuente sin ninguna duda.
Resolví
mi curiosidad indiscreta conforme a los criterios de la prudencia que no
olfatea en los guisos ajenos, aunque también contribuyeron mis ganas
irrefrenables de orinar. Pero la batalla no fue ganada de un modo definitivo
por la buena educación, ya que, cuando salí del baño, me paré otra vez junto a
la mesa camilla. Volví a sacar el tomo nacarado de entre los libros que lo escondían
y lo acaricié. La aparente ingenuidad de aquel volumen me atraía de un modo
misterioso. Quería abrirlo, desvelar su secreto, pero una extraña alerta
interna me lo impedía. Siempre hojeo los autores y los títulos de los libros
que leen mis amigos. Es una costumbre tenaz que me acompaña desde los tiempos
de mi juventud. Sin complejos ni vergüenzas, paseo mi vista por toda superficie
de papel encuadernada y la columpio en los cantos evocadores de las hileras que
pueblan las estanterías; incluso, cojo algún que otro ejemplar y le echo un
vistazo sin ningún escrúpulo; pero aquel tomo lechoso me había paralizado sin
saber muy bien el motivo de semejante fascinación atónita. Para ser exacta, el
volumen me tenía hipnotizada, inmóvil y asida a su tacto liso y frío. No se
parecía a ningún ejemplar de los que solemos poseer, aunque no era un libro de
pretendida soberbia en su aspecto externo, ni aparentaba el orgullo de un
incunable ni la grandeza de ninguna otra obra de especial valor. Pensé que
quizá se trataba de un simple cuaderno, de un lugar destinado a recoger
anotaciones o pensamientos de altura, porque nadie se aprovisionaría de un
objeto tan precioso y tan presumiblemente caro si no fuera para llenarlo de
nobles frases, escritas con letra esmerada al dictado de excelsos raciocinios o
de aladas sensaciones. Podía contener el diario de Álvaro. A mi amigo le pegaba
escribir sobre su vida en un objeto de ese tipo, excéntrico como él mismo lo
es. Aunque también cabía la posibilidad de que escondiera un álbum de fotografías
o un conjunto de recuerdos. Una simple y rápida indiscreción por mi parte
desvelaría su contenido. Bastaba con que levantara la tapa y que las hojas del
interior revelaran el enigma.
—¿Es
muy hermoso, verdad? —Me sorprendió mi amigo Álvaro cuando ya me disponía a
violar la incógnita del volumen.
—Sí,
es bellísimo —musité sobresaltada desde los reinos de la vergüenza, con ansias
de que el piso se abriera y el subsuelo engullera mi persona.
—Como
objeto, es muy especial. Las pastas son de nácar auténtico. Pero no creo que te
interese su contenido.
—¿Tú
crees? —titubeé en una tímida actitud retadora.
—Estoy
casi convencido. No se enmarca en tu línea de lecturas.
—¿De
qué va? —pregunté ya más decidida y dispuesta a saber la materia sobre la que
versaba el contenido de aquel tomo lechoso.
—De
la vida, de la puñetera vida, de una vida de alguien que la ha perdido.
Precisamente, de la vida de la mujer que fue tu antecesora en el instituto.
—¿La
de Carmen Vidal? —me interesé con viveza, como siempre que se aludía a esta
mujer, para mí entonces rodeada de un gran misterio—. ¿Su biografía? ¿Su
diario? ¿Notas sueltas? ¿Apuntes para clase?
—Es
inclasificable, Celia. No responde a una índole unitaria. —Y Álvaro me contó
que aquel tomo contenía pensamientos, sensaciones, perspectivas oníricas, ideas
en gestación, intuiciones, algún que otro poema, alguna incursión en el género
epistolar y atisbos de relatos—. Y seguro que esconde algo más que me dejo en
el tintero. Es tanto y tan variado su contenido que no llego a encajarlo en
género alguno, pues participa de muchos. Tal vez algún erudito lo clasificaría
como un diario de índole intelectual. Aunque no te engaño: apenas si contiene
escritos de valor literario y no pasaría ningún listón exigente —apuntó con
entonación disuasoria ante mis innegables gestos de interés—. Además, lo que
tengo claro tras su lectura es que nadie debe sacar a la luz lo que otro
oculta.
—¿Oculta?
Entonces, ¿por qué lo tienes tú? —le pregunté con timidez, pero con
determinación.
—Su
marido… Bueno, su viudo me lo ha prestado durante un tiempo. Desea que le
manifieste mi juicio sobre su contenido.
—¿Y
qué opinión te merece?
—Me
la reservo por ahora. Pero como te he apuntado antes, literariamente hablando
vale poco, eso sí lo tengo claro.
Mi
interés por el extraño volumen creció. A la curiosidad que ya me suscitaba el
hecho de que fuera debido a la pluma de mi antecesora en el instituto, se unía
el misterio creado por las palabras de mi amigo sobre lo que escondía su
interior enigmático. Las expresiones de Álvaro, tan herméticas y sigilosas como
todas las que había escuchado sobre la persona de Carmen Vidal desde mi regreso
a Murcia, no hacían más que incitar mis ganas de saber insatisfechas. Bajo su
mirada vigilante, extendí mis manos para coger el tesoro que me atraía,
apetecible para mí en aquellos momentos con una furia del deseo que hacía
tiempo que no experimentaba.
—¿Puedo
hojearlo? —casi le rogué.
—Por
supuesto que sí, pero te rogaría que lo hicieras en tu casa, a solas. Como
observo que te interesa de veras, acabo de decidir que te lo lleves. Léelo con
tranquilidad y me cuentas después tus impresiones. Aunque estoy convencido de
que te aburrirá, me viene muy bien que lo estudies con un poco de sosiego.
Necesito contrastar con alguien mi parecer y, sobre todo, mis dudas. Tú no
conociste a Carmen Vidal y no estás influida por su recuerdo, por tanto tu
opinión será para mí muy interesante.
—Te
lo devolveré en breve, cuando lo haya saboreado con detenimiento. Ya lo
comentaremos con calma.
—Tenemos
tiempo de sobra. Jorge, el viudo de Carmen, no regresa a Murcia hasta después
del verano. Hasta entonces, no he de devolvérselo.
—Ah,
muy bien.
—Eso
sí, te ruego que no le digas a nadie que el cuaderno está en tu poder. Su
existencia es secreta y solo la conocemos tres personas, cuatro contigo ahora.
—Nada
saldrá de mi boca, tranquilo.
—Eso
espero.
—Me
falta la cuarta persona —verbalicé en voz alta. Estaba claro quiénes eran tres
de ellas: Álvaro, Jorge, el viudo de Carmen, y yo misma. Mi mente cavilaba en
quién podría ser esa cuarta persona.
—No
puedo revelártelo. Es secreto.
—¿Por
qué tanto secreto con un volumen de apariencia tan inocente? —casi me quejé.
Estaba cada vez más intrigada con su contenido y con la figura de Carmen Vidal.
Todo lo que giraba en torno a esta mujer era arcano e incitaba mis deseos de
desentrañar tanto misterio.
—Es
una historia larga de contar. Tú léelo con calma y, después, comentamos y te
explico todo lo que quieras.
—Vale.
Gracias, Álvaro —le agradecí mientras tomaba el libro y lo ocultaba debajo de
mi bolso, que languidecía solitario en una silla de la entrada de la casa.
Encima del libro y del bolso, extendí mi chal como quien tapa a un niño pequeño
con un mimo atento que no deja resquicios para que le entre el aire frío de la
noche. No deseaba que ningún invitado de mi amigo deparara en aquella maravilla
y huyera con mi botín recién conseguido. Por otra parte, necesitaba ocultar
aquella joya de los propios ojos de su prestamista, con toda probabilidad algo
afectado por el alcohol, pues no suele formar parte de las virtudes de Álvaro
la del desprendimiento de cualquiera de los objetos que caen bajo su dominio y,
menos aún, la de un libro, por muy ajeno que este sea. Bien oculto bajo mis
pertenencias, evitaría que mi amigo diera marcha atrás en su decisión de
prestármelo.
Suspiré
sin saber qué más decir. Por mucho alcohol que hubiera ingerido Álvaro, su
generosidad había conseguido impresionarme e inquietarme al tiempo. O mi amigo
no regía su mente conforme a los parámetros de su específica usura en materia
de palabra escrita o ese libro escondía algo que lo inquietaba de veras y de lo
que deseaba liberarse, bien fuera mediante su simple alejamiento físico, bien
fuera por la vía de compartir su secreto con alguien más. Lo que mi intelecto
no descifró en aquella noche de humedad cálida y pegajosa fue la causa de haber
sido yo la elegida para su lectura. ¿Me dejaba Álvaro el volumen porque mi
persona le suplía el vacío dejado por Carmen Vidal, aquella amiga suya que
nunca llegué a conocer y a la que él estaba firmemente ligado? ¿O era por la
mera circunstancia fortuita de que yo hubiera reparado en el mismo y dado
muestras de un gran interés por su lectura? ¿O se debía a la coincidencia de
que viniera yo a atender la plaza vacante de profesora que dejó Carmen a su
muerte? ¿O Álvaro ansiaba mi análisis literario, no obstante haberlo condenado
ya desde esta perspectiva? ¿O no existía una elección factible o una conexión
probable entre tantas posibles elecciones y todo era obra del más puro azar?
Hoy, mientras redacto estas líneas, considero que el préstamo del volumen fue
un simple impulso de Álvaro, un acto no meditado y sin mayor trascendencia ni
intencionalidad estudiada por su parte; pero entonces mi mente sentía apego por
enredarse en todo y le costaba admitir los actos espontáneos y gratuitos.
En
cualquier caso, mi excitación interior era inequívoca. Confiaba en que la
lectura del cuaderno me explicara muchos de los interrogantes que se abrían en
mi pensamiento sobre mi antecesora en el instituto, una mujer rodeada de un
gran misterio y de la que apenas conocía unos pocos detalles. Me resultaba muy
extraño que nadie me contara nada sobre ella. El silencio sobre su persona
espoleaba mi curiosidad de manera creciente.
—¿De
qué murió Carmen? —le pregunté a mi amigo.
—Ya
lo descubrirás tú misma cuando corresponda, querida Celia. Salgamos ahora con
el resto de los invitados, que nos echarán en falta.
—¡Por
favor, cuánto misterio en torno a esa mujer!
—El
justo y necesario, amiga mía. Ya descubrirás la causa, pero todo a su tiempo —Y me cogió por el brazo para guiarme sin demora al jardín, en uno de esos
gestos suyos rotundos y concluyentes a los que nos tiene tan habituados. En
muchas ocasiones, Álvaro despliega unas formas educadamente despóticas que
consiguen, con su insolencia, que la indisciplina se agite en mi fuero interno
como un caballo desbocado. Lo odio cuando se imbuye de tanta resolución
ejecutoria y ordena y manda sin derecho a réplica.

Mi segundo libro de relatos
Gira en torno a esto que llamamos la naturaleza humana
Publicado en Amazon
Edición impresa y electrónica:
Esperé
durante mucho tiempo, quizá demasiado.
¿Quién no conoce la ansiedad de la espera? ¿Quién no ha esperado alguna
vez a lo largo de su existencia? ¿Quién no tiembla ante un reloj que avanza y
sobrepasa la hora del cumplimiento de sus expectativas? ¿Se puede dar con
alguien que espere como si fuera un muerto? Supongo que no, que todos esperamos
en estado de alerta, como si estuviéramos sentados sobre un lecho de púas de
uno de esos faquires de la India. Porque la espera es un estado activo, otra
forma de llegada. Quien dice que espera y no muestra zozobra, no espera, sino
que despide por anticipado o renuncia, vencido, a lo que ha de venir. Quien
espera se anticipa y se proyecta en el momento venidero que lo absorbe, no
tiene sentidos para atender su presente en profundidad, es como un hilo cortado
de la bovina madre y aún no enhebrado en el ojo de la aguja del futuro.
Mi espera fue la de una interrogante y no la de una certeza. Preparaba
unas durísimas oposiciones en las que había perdido el sentido del tiempo a
costa de no pisar la calle y de no ver más paisaje que los folios de los temas
que recitaba como un autómata. Era una espera que no confiaba, consciente de
que su probabilidad de consumación feliz no dependía de ella y del tesón puesto
en el estudio, sino de una suma de factores que nada tenían que ver con el
esfuerzo continuo y cotidiano y sí con el azar en su manifestación más
peligrosa y amenazante. Porque era una espera que se podía truncar por los más
estúpidos accidentes, como caer enfermo y no poder acudir a examinarme, o
confundir la hora o el sitio de las pruebas por haber recibido una mala
información. Miles de aprensiones me acosaban en las horas más desprovistas de
ánimo de una juventud que se consumía tras los cristales de las ventanas,
siempre apartada del bullicio de la vida que se originaba, jubiloso, al otro
lado, siempre más allá de mi presencia y solo destinada a los elegidos del
destino.
Conforme se acercaba el día del primer examen, mi ansiedad disminuyó,
pero no el estudio. Todas las horas eran pocas para perfeccionar mis
conocimientos y recitar los temas que me sabía de memoria, esos temas que me
invadieron el descanso y que cantaba en sueños, aunque trastocados e
imprecisos, lo cual me producía una angustia inefable.
La víspera de la primera prueba, y de madrugada, sonó el teléfono, se
impuso con su pitido estridente en el silencio de la noche. ¿Quién sería a
aquellas horas? Me invadió un torbellino de ecos agoreros. Como siempre que
suena un timbre en la tranquilidad del descanso nocturno, se me despertó la
sospecha de una hipotética tragedia. ¿Quién iba a turbar el reposo de otro si
no era por una cuestión urgente en la que estaba en juego algo más importante
que la paz del sueño? ¿Existe alguien que llame a horas intempestivas para
pedir un libro o para saber cómo se cura un resfriado? Es posible, pues casi
todos hemos tenido algún amigo ligero que es muy capaz de alterarnos porque le
pica el dedo gordo de un pie u otra lindeza similar, pero este comportamiento
desconsiderado hacia el reposo ajeno es una excepción anómala en la que no
incurren las personas conscientes. Casi todos sabemos que quebrantar el sueño
de un semejante exige poderosas y graves razones. A nadie se le ocurre
despertar a un niño para regañarle por la mentira que dijo por la mañana o para
ofrecerle el más delicioso caramelo. Y los adultos seguimos siendo niños, solo
que con la infancia a cuestas y no visible. Contemplar a un adulto mientras
duerme es hallar al niño que fue y del que no ha conseguido desasirse.
Cuando sonó el timbre del teléfono en el silencio sagrado de la noche,
en los instantes previos al amanecer, donde la oscuridad es más amenazante y
espesa, me estremecí y caminé, ligero y tembloroso, a su reclamo incógnito. Al
descolgar, oí una de esas frases que nos sacuden el alma. No consigo recordarla
textualmente, pero sí se me quedó grabado su sentido: debía partir de
inmediato, tomar el primer tren que saliera de la estación de ferrocarril sin
hacerme preguntas; de mi diligencia dependía todo mi futuro. Descompuesto,
colgué el auricular y permanecí durante unos segundos paralizado, bobo,
abstraído, ajeno. Después, reaccioné y me vestí deprisa. No debía hacerme
preguntas, sino actuar con rapidez; así me lo había ordenado la extraña voz al
otro lado de la línea.
Apenas recuerdo cómo llegué a la estación, pero hay algo que aún hoy
evoco como una pesadilla pegajosa: la sensación de una impotencia extrema unida
al desvalimiento, al despojo y a la angustia que segregamos cuando un hecho nos
altera el devenir previsto de los días. Es como si sintiéramos una mano injusta
que nos señala con un dedo inflexible, como si esa mano nos privara del futuro,
lo mismo que el padre caprichoso y autoritario priva al niño de una diversión
inocente e inocua. Nos vemos tachados por el destino, marcados por una cruz
arbitraria puesta por un dios sin ojos y sin sentimientos, por un dios malvado
que juega con nuestras vidas una partida de ajedrez y, cuando menos lo
esperamos, con la expresión de un triunfo sádico, exclama: «Jaque mate». Y todo aquel incidente
era un jaque mate hacia mi espera, hacia todos los años invertidos en la dureza
del estudio para conseguir una plaza que me permitiera trabajar en lo que había
deseado desde que inicié mi carrera.
En la estación de ferrocarril, me aguardaba mi preparador, mi paciente
preparador de las oposiciones, el único contacto humano que había tenido en los
últimos años. Nuestra relación se había ceñido a una atenta escucha de los
temas que a él se le antojaba preguntarme y a la resolución de las dudas que a
mí me surgían en la soledad de mi estudio permanente.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, aliviado ante su presencia.
—No hagas preguntas, Adrián. Aquí tienes tu billete y allá está tu tren
—me respondió mientras señalaba el único que se hallaba estacionado en las
vías.
—¿Y el examen? —pregunté aterrorizado, con olvido de su orden de no
hacer preguntas, la misma orden que me había dado la voz extraña del teléfono
un poco antes del amanecer.
Libro de poemas de temática existencial y humanista
Publicado por Ediciones Oblicuas
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VÍA OCULTA
Afirmo que hay caminos quebrados
en las noches insumisas,
senderos vulnerables en las sombras
que conducen hacia el nervio de la piedra.
Antes hubo un tiempo para el suspiro,
otro para el poema y otro más para la música.
Eran tiempos que se enlazaban,
con el generoso pasar de sus minutos,
en la contemplación de la vida,
en el futuro que se abría
y nos aguardaba con toda la felicidad
que, luego, se nos negó.
INSISTENCIA DE LO MALÉVOLO
Acumulamos días, noches y demoras;
lento devenir y calor doliente,
azul sobre azul,
vacío sobre vacío,
gorjeo sobre nada.
Existen piedras enfurecidas
en calles de grisura asfixiante,
en plazas que gotean siglos callados
y voces idas en un aire confuso.
Existen nervios invisibles
en los gorriones mudos de los patios,
en los frágiles dedos de las alas,
en la bruma continua de los sueños.
Existen, sí, y proliferan malas hierbas
que no saben entonar el aria del olvido.
Qué lindolver a recordar " Aroma de vainilla" !! con lo que la extraño, fue para mi tan lindo leerla...
ResponderEliminarAhora podré leer Linaje Oscuro, ya me haré tiempo para ir leyendo pausadamente sin prisa como hice con aroma... Un beso Isabel! Muy lindo este rinconcito en tu salón :)
Besos!
Quise decir "que lindo volver", se trabaron las letras...
ResponderEliminarHola Isabel,
ResponderEliminarespero que esta iniciativa se traduzcan en muchas ventas y lecturas.
Besos
K@ry, muchas gracias por tu hermosa huella.
ResponderEliminarBien se puede decir que has sido una lectora inteligente de "Aroma de vainilla". Jamás me olvidaré de tu entrevista y tu reseña. Espero no defraudarte con los otros tres.
Un beso enorme.
Muchas gracias Isabel! Disfruto de todo lo que escribes. Los poemas son hermosos y el libro Linaje Oscuro estoy segura que me dejará huellas como Aroma de vainilla. En cuanto vaya leyendo tus obras, te haré saber mi opinión, como siempre. Un besote. :-D
EliminarOjalá sea así, Lola, aunque bien sabes que la cosa está muy mal. La gente cada vez lee menos y lo que se lleva es la "lectura de reseña y solapa" y con eso se farda como si se hubiera leído el libro. ¡Tiempos insustanciales estos!
ResponderEliminarUn beso, querida amiga.
Pero afortunadamente no todos somos lectores de reseña y solapa, querida Isabel.
ResponderEliminarMal va el que sólo se guía por la opinión que de una obra redacte el crítico de turno que, con todos mis respetos, es sólo eso, una opinión personal más o menos acertada.
Aunque una buena crítica siempre halague, ya sabes que la última palabra la tiene el lector.
Ten confianza. Tu obra merece ser leída y reconocida. Yo creo que ya lo está siendo. Las obras, como todo en la vida tienen que seguir su andadura, y las tuyas van bien calzadas.
Un fuerte abrazo y mis mejores deseos.
P.D: tu "Sillón de lectura" me parece un acierto.
Afortunadamente, María José. Y tu eres una lectora atenta. Se nota en tus comentarios el amor por la literatura, algo que nos une de una manera fuerte.
ResponderEliminarTendré confianza.
Muchas gracias por tu hermoso comentario.
Un beso.
Hola Isabel, ya he leído Aroma de Vainilla, pero hasta aquí me puedo quedar, porque no hay otra forma de terminarlo, aquí en México, no funciona para nada amazon, ya lo he intentado pero nada, bueno te seguiré leyendo aunque sea por aquí, a ver que pasa después, te dejo un gran achuchón, besos..
ResponderEliminarHola, estimada Salomé. Ya te lo he comentado en Facebook y te lo reitero aquí: investigaré, pues creo que en México se baja el libro vía Amazon.com y no Amazon.es. Ya te digo.
ResponderEliminarUn abrazo inmenso y gracias por tu lectura e interés.
Gracias a ti, Kary. Que una lectora te diga que disfruta con lo que escribes es una alegría siempre. Los comentarios se agradecen muchísimo, que no te quepa duda.
ResponderEliminarUn beso enorme.