martes, 21 de junio de 2011

SOLSTICIO DE VERANO

Iba yo esta mañana más bonito que un San Luis, como corresponde a este día en que se celebra su onomástica, cuando me encontré con la Patro, mi vecina favorita si no fuera por su manía de repasarme entero con ojos de codicia mal disimulada. Parece mentira que, a estas alturas de la convivencia vecinal, la Patro no se haya percatado de que no soy hombre dispuesto a esponjarme entre sus carnes generosas, que soy muy mío en estas cuestiones del sex appeal o como se ponga la palabreja en el maldito inglés que nos invade, que ya ni los catedráticos más puristas de lengua española se privan de encasquetar terminajos anglosajones vengan o no a cuento. Porque alguien podría explicarme la razón de que sea más chic mandar un kiss que nuestro castizo beso. Y yo me inclino al beso que, como la española racial de la copla, cuando beso es que beso de verdad.
Pues como decía, que se me van las entendederas donde no deben y me enrollo más que mi madre cuando se pone pelma, me encontré con la Patro en el zaguán de este edificio nuestro de nombre tan evocador: Paraíso. Se ve que los promotores no intuían al nombrarlo que los paraísos se pueden tornar infiernos, y no sólo por la calaña de cierto tipo de vecinos, sino por los desbarajustes propios de una mala construcción, que cuando no se abre una grieta, se inunda al vecino de abajo sin ser consciente por la mala calidad de las tuberías. Porque digo yo que en este país nuestro existen muchos constructores que deberíamos encerrar a vivir entre las paredes de sus obras, para que, de esa forma, escarmentaran.
Pero a lo que iba, que he vuelto a perder el hilo, y es que esta cabeza mía va muy rápido y se me coge del brazo de cualquier idea que pase por su vera… Ay, madre santa del amor hermoso, que ya no recuerdo el meollo de la cuestión… Bueno, pues me encontré con la Patro en el zaguán y voy y le digo: «Patro, hoy es el solsticio de verano», a lo que ella se me queda mirando más que de costumbre, que ya es decir, y, con expresión de doctora versada en todos los mercadillos de los alrededores, va y me espeta: «No me vengas con palabrotas tan de mañana. Para que te enteres, hoy es el día más largo del año». Tras su sentencia tautológica, ha dado un portazo a la puerta y se ha marchado muy ufana y emperifollada, sin darme tiempo a responderle que ambos decíamos lo mismo.
Cabizbajo, en cierto modo hundido por no haber logrado culturizar algo más a la Patro, me he dispuesto a acudir a mi cita, una cita ciudadana de altos vuelos en la que me he metido con todo el convencimiento de este corazón mío, tan pasional y apegado a todo lo que huela a justicia. Porque, mal que les pese a algunos, soy un perroflauta, pero un perroflauta más bonito que un San Luis.

domingo, 5 de junio de 2011

UNA SESIÓN DE FOTOS

Aquel día me vistieron como un repollo, me colocaron unos zapatos que me hacían daño y me acicalaron el pelo con unos rizos cursis, un flequillo esculpido y, a modo de corona, me encasquetaron una diadema que se me clavaba detrás de las orejas con una saña sádica. Algo gordo debía ocurrir para que me hubieran disfrazado de esa guisa, para que me hubieran hecho prescindir de mi cómodo vestidito de algodón que no importaba si se manchaba.

Salí de casa cogida de las manos de mis padres, uno a cada lado y yo en el centro, como una princesa en miniatura que precisara corte y protección. Pero el destino de nuestros pasos no fue una boda o un bautizo, sino un estudio de fotografía donde mis padres habían decidido que posara, para que la niña que no era con ese disfraz pasara a los anales de sus álbumes de fotos.

Mi sesión de modelo fue un auténtico suplicio. La ayudante del fotógrafo se empeñó en repeinarme aún más de lo que ya estaba y me obligó a subir a una tarima con dos muñecos horribles; ni el más feo de los míos les hacía competencia a aquellos dos monstruos.

–Cógelos –me indicó el fotógrafo.

–No me gustan –respondí sin ningún tipo de empacho cortés.

–Da una mano a la muñeca y al otro lo coges con la otra.

Ante mi negativa muda y espantada, la ayudante del fotógrafo me colocó ambas birrias en las manos con una determinación iracunda frente a la que no cabía réplica.

–Estás muy bien así –me animó mi padre desde el fondo del estudio.

–Sonríe –me ordenó el fotógrafo.

Pero no tenía ganas de echar la más mínima sonrisa. Deseaba escaparme, desasirme de aquellos muñecos espantosos y rancios.

–Sonríe –repitió el fotógrafo y, ante mi falta de obediencia, mi padre se colocó detrás de él y se puso a hacer el mono con gestos exagerados.

No sé cómo ocurrió, pero el fotógrafo se salió con la suya sin que yo me diera cuenta, quizá aprovechando que estaba concentrada en las monerías de mi padre. El recuerdo gráfico que miro así lo atestigua.