Llevo unos días extraños, entre alados y calmosos. Por una parte, mi actividad interior es fértil y mi mente no para quieta, pero el cuerpo lo tengo torpón y remiso a los esfuerzos. Escindida entre la buena voluntad y la pereza que no se merece mi sed de quehaceres, voy de una esquina a otra de la pantalla del ordenador dando tumbos.
La causa de este estado lleno de paradojas, de este divorcio entre deseos y resultados, la tiene un virus. Ya sabéis que así designamos modernamente a cualquier organismo minúsculo capaz de tumbar a gigantes durante días. Si aplanan a seres fornidos, cuánto más a seres de complexiones más pequeñas y esmirriadas, como la que natura me otorgó.
Cuando he sabido la existencia de ese virus que no veo pero que siento en cada movimiento de cabeza, pues es un virus con tendencia a los vahídos, quizá desempolvado en la relectura reciente de una estupenda novela decimonónica, he respirado tranquila, como si su visita por mi cuerpo me diera permiso para permanecer en un sillón con ademanes lánguidos y acompañada de un buen volumen (por si acaso, he cogido uno publicado en este siglo, que con dos mareos por minuto ya tengo bastante tras mi paso por el siglo XIX).
En medio de esta calma que sólo se mueve para salir de estampida a la habitación más privada de cualquier casa, he recordado que estamos en una semana especial: festiva y viajera para muchos y de pasión y hondura religiosa para otros. Sea cual sea la respetable postura de cada uno, a todos mis mejores deseos en estos días.
Cuando haya vencido al enemigo, también saldré con gusto. Aunque llueva, las procesiones y las fiestas de primavera de Murcia me llaman con su color y alegría.
Que tengáis un feliz descanso y disfrutéis de esta tregua en la inercia cotidiana. Y, una vez más: gracias por vuestros comentarios, que tanto me emocionan; y por vuestro apoyo, que tanto me estimula.