En muchas ocasiones, los que nos dedicamos a escribir hablamos de todas las experiencias hermosas que nos depara la tarea. Parece como si nos internáramos en un mundo mágico donde solo la brillantez tiene cabida. Desde fuera, la actividad resulta atrayente, fácil y de una fluidez deliciosa.
En muchas ocasiones, también, silenciamos las infinitas perplejidades que vivimos, la confusión como dueña y señora de nuestro pensamiento, la paciencia que hay que echarle a las horas para ver surgir algún párrafo que merezca la pena y que se corresponda exactamente con aquello que queremos expresar.
Y qué decir de los temores que nos invaden cuando la obra ya es pública. ¿Será leída? ¿Gustará o no gustará? ¿Vendrá alguien a tacharnos del universo de las letras con una opinión despiadada? Porque en el mundo en que habitamos todos somos jueces de todos y nos permitimos juicios tremendos, no sé si sustentados por una adecuada meditación. A veces he recibido críticas que me han dejado espantada, no tanto por la crítica en sí, sino por palabras que evidenciaban que no se habían leído la obra. Pero ya he aprendido a andar de puntillas por las críticas: si son muy buenas pueden hacernos perder el norte y el olfato; si son malas, pueden conducirnos a una depresión que no nos merecemos, pues los aguijones excesivos inoculando veneno a diestro y siniestro solo denotan poca valía humana y, por tanto, literaria. Ser despiadado con el prójimo, sobre todo cuando nos ampara una máscara y un nombre ficticio, es una de las más recientes diversiones de carácter sádico. Por otro lado, ya se sabe que el escritor es el último mono en esto de la literatura, el que no pincha ni corta, el pobre desgraciado que pierde su tiempo y su salud sin hacer negocio en busca de la belleza, de la verdad o de su verdad, así que se tiene merecidos todos los palos que quieran propinarle desde cualquier ámbito.
Pero no estoy aquí movida por escozores de ningún tipo, aunque la retórica anterior pueda inducir a pensar lo contrario. Me ha salido así, a vuelapluma, basado en mi propia experiencia y en la de muchos compañeros que sufren sin merecérselo las tropelías verbales de los listillos de turno.
Hoy me he alegrado mucho con una reseña que ha hecho Francisco Rodríguez Mayoral, en su blog El rincón del nómada, de mi última novela publicada: Diario de una fuga. Me apetece compartirla aquí, porque sus palabras le han puesto luz al día. Y es que hay momentos en que todo está oscuro y llega alguien y nos muestra un maletín con colores y pinceles para que, con él, no olvidemos la hermosura de utilizarlos en los cuadros. Gracias, Francisco.
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