Llevo días leyendo consejos y más consejos, que una está en
un guindo, nos es manejadora suelta de la tecnología ni tiene una clara
vocación comercial, ni mucho menos su tendencia palicera es patente y bien
nutrida. Ya quisiera una tener la lengua caudalosa para los siempre inciertos
ríos exteriores. Pero no es así. Cada cual debe conocer sus límites y las
líneas exactas del comportamiento que le dan tranquilidad, esas que no debe
traspasar so pena de una caída en la vergüenza más chapucera y sonrojante.
El caso es
que hoy día exigen muchos dones a la persona que quiera dedicarse a escribir (y
vender libros, que transitamos por la interesada sociedad de consumo). De
tantas gracias debe de estar revestido un escritor que me da un auténtico mareo
si las enuncio. Porque no basta con saber exponer un buen argumento, alimentar
la imaginación o escribir bien y con soltura, sino que además conviene
doctorarse en diversas técnicas de venta (marketing,
merchandising u otros términos
utilizarán los más finolis; pero el tocino es tocino se le llame así o bacon, beicon o bacón).
Siempre me
quedo perpleja ante muchas afirmaciones que me parecen sacadas de manuales de autoayuda
para un vendedor informático o un informático vendedor. Antes se hablaba de
haber leído a Fulano, Mengano, Zutano o Perengano, de dar con una buena trama o
una estructura soberbia o de ligar las oraciones con una cierta elegancia. Hoy
se habla de seos (no, no son
catedrales) o posicionamientos, de feeds,
RSS y otras jeringonzas que me la refanfinflan. ¿Alguien cree en toda esta
literatura basura, más propia del Reader’s Digest que de quien se proclama
escritor? ¿O es que ahora todos nos hemos vuelto imbéciles y los árboles no nos
dejan ver el bosque?
Válgame el
cielo, señorcico, que me quede como estoy, pero nunca pongas en mi boca que
vender un libro es igual que vender un tambor de detergente. Prometo ser buena,
no dar mucha coña; pero, por favor, no me hagas ser una meliflua estúpida sin
dos dedos de frente y adornada de una oratoria vacía llena de palabras
importadas.
Señor,
señor, aunque no sé si creo o no en ti (así soy de dubitativa frente a esos
linces que todo lo afirman sin empacho), guárdame de las pretensiones
ignorantes, de la prepotencia insana, del postureo banal y dame serenidad de
ánimo para seguir en el intento de escribir algo de literatura. Sí, literatura. No hablo de bestseller (aunque no me importan las
superventas, que estoy en el mundo y no soy un ángel) ni otros términos que a
mi corta cabecica le excluyen la calidad y, por tanto, me espantan. Que sea lo
que el destino quiera, pero que yo no agarre prisas ni agite cócteles de
ingredientes espurios para conseguir un éxito. Que consiga el éxito (eso sí,
por favor, que creo merecerlo un poco más que tanto charlatán que anda suelto
sin vergüenza por las ondas). Pues eso: que consiga el éxito de forma limpia,
por la bondad de la obra, y no vengan los envidiosos a destrozarla o
ningunearla. Mientras tanto, prometo no dar mucho la paliza en las redes, sino
aplicarme en la escritura y dedicarle el tiempo que merece (aunque tantos digan
que hay que dedicar igual tiempo al autobombo y enjabonamiento).
Señor o
amigo, o voz de un alter ego o lo que corresponda y venga bien a los fines que se
pretenden obtener con limpieza de medios, si mi presencia incomoda o fastidia a
todos los que me silencian con encono plagado de alevosía, dame la tranquilidad
de espíritu de que me importen un rábano.
Ten piedad
de mí, señor, al fin y al cabo una torpe que nunca sabe cuánto tiempo le va a
llevar una novela. No tengo cálculo ni me salen como churros (ya quisiera, que
una reconoce sus defectos). Aunque tampoco importa mucho, dado lo que cuesta
que una nueva obra se haga con lectores. El caso es disfrutar y bien estás al
tanto de mi escasa propensión hacia el pecado de la envidia.
Bueno, pues como ando en un guindo, en un guindo me quedo y permanezco. No me hagas eco y dame voz; no cualquier voz, sino solo la mía. Concédeme, por último, el beneficio de la risa, así seré capaz de seguirme riendo de mí misma y de otros tantos payasos que ignoran que lo son. Quédate con la gloria eterna y permíteme el favor del mundo para así destruir para siempre la duda que me acompaña como una segunda piel (no estoy muy segura de que te quedes con la gloria eterna, que lo mismo mi letra no es de este tiempo y, entonces, la hemos liado). En resumen, que ya ando cansada y como no sé cómo cerrar este engendro parecido a una súplica, oración o plegaria, te diré amén y santas pascuas y alegría, que la alegría nunca viene mal, ni tan siquiera a un todopoderoso. Tú me entiendes y yo, también.
Bueno, pues como ando en un guindo, en un guindo me quedo y permanezco. No me hagas eco y dame voz; no cualquier voz, sino solo la mía. Concédeme, por último, el beneficio de la risa, así seré capaz de seguirme riendo de mí misma y de otros tantos payasos que ignoran que lo son. Quédate con la gloria eterna y permíteme el favor del mundo para así destruir para siempre la duda que me acompaña como una segunda piel (no estoy muy segura de que te quedes con la gloria eterna, que lo mismo mi letra no es de este tiempo y, entonces, la hemos liado). En resumen, que ya ando cansada y como no sé cómo cerrar este engendro parecido a una súplica, oración o plegaria, te diré amén y santas pascuas y alegría, que la alegría nunca viene mal, ni tan siquiera a un todopoderoso. Tú me entiendes y yo, también.
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