(Fotografía de Isabel Martínez Barquero)
Pasó el verano, llegó el otoño (aunque en mi tierra sigamos de tirantes y con sandalias) y, con él, las ganas de fresquito, de que llueva alguna vez para limpiar los aires contaminados de canícula perpetua, de desierto que avanza sin piedad, de polvo milenario.
Llegó el otoño y aún me planteo qué hacer con este Cobijo que pronto cumplirá siete años. Ni el tiempo ni las ganas me alcanzan para atenderlo como es debido. Por otra parte, el mundo de los blogs está en franco retroceso; desde hace años, se nota en las visitas, en los comentarios y en mil y un detalles (hasta Google suprime comentarios antiguos de quienes no tienen Google + o no deja comentar a muchos por esta causa).
Desde otra perspectiva, pienso que es probable que todos estemos algo saturados con tantas redes sociales, con tanta realidad virtual que, en las más de las ocasiones, percibimos como puro humo, muestrario de vanidades, catálogo publicitario o grito que intenta vencer a una soledad aterradora. Sea lo que sea, no condenaré la virtualidad, pues son muchos los beneficios que obtenemos de ella. Ha llegado a nuestras vidas para quedarse. La cuestión, como en casi todo, está en el uso que hagamos de los instrumentos actuales. Los habrá que los necesiten de forma compulsiva y no se calmará su ansia hasta que no agoten la última ocurrencia propia o ajena. Los habrá más moderados, que se acerquen y se alejen con prudencia. Todas las posturas son respetables siempre que acrecienten el propio bienestar; porque, en el fondo —no nos engañemos—, somos personas, frágiles identidades tras la pantalla que se forjan la ilusión de una influencia en otras que a saber si se opera o no realmente.
(Fotografía de Isabel Martínez Barquero)
En fin…, no sé la causa de esta perorata. Todos somos mayores y sabemos mucho más de lo que aparentamos.
Como este hombre de bronce perdido en una calle de Budapest, miro pasar desde un puente el río de la vida, ese río que nunca es el mismo. De momento, aquí estoy. Mañana no lo sé.
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