lunes, 22 de febrero de 2010

A.R.O., EL AMIGO DE LOS QUEJIGOS

Conocí a A.R.O. gracias a otro Antonio: Antonio Machado. Aquella jornada mítica del trece de diciembre de dos mil nueve nos unió a muchos. En ese día de peregrinación de un blog a otro, llegué a un cuaderno lleno de belleza y de autenticidad. La naturaleza saltaba de la página informática y cosquilleaba los sentidos con dulzura. Hice un alto en el camino y respiré aquellos aromas. Descubrí El Bosque, un pequeño municipio de la provincia de Cádiz, en el hermoso Parque Natural de la Sierra de Grazalema, dentro de la Ruta de los Pueblos Blancos de Cádiz.

Reconfortada con tanta hermosura, dejé mi comentario al propietario del rincón idílico. Fueron unas palabras ebrias de descubrimiento, casi un susurro que se confirma a sí mismo los gozos del tesoro recién hallado. Había entrado en un lugar puro, en un templo de humanidad, en un entorno de civilización. Supe al instante que volvería allí, porque siempre se retorna a los sitios donde hemos sido felices. Comprendí que había quedado atrapada para siempre. Una sensación, difícil de explicar y sencilla de sentir, me confirmaba que había encontrado un pequeño paraíso.

A.R.O., director de aquel edén, de aquella página, hospitalario como El Bosque (donde existe un Centro de Visitantes), me acogió con cariño y me ha permitido deleitarme desde entonces. Porque cada excursión a AROBOS es un viaje de placer, una tregua que ansía encontrarse con lo auténtico, con paisajes reales, con costumbres sentidas, con palabras que sanan, con amistad sin amiguismos, con hombres y mujeres que no han perdido el contacto con lo primordial.


Como he de centrarme en alguna entrada, destacaría especialmente una trilogía maravillosa con la que A.R.O. nos deleitó con motivo de la celebración del bicentenario de El Bosque como municipio independiente. Versa sobre un árbol: el quejigo, una especie de la familia de los robles, roble carrasqueño semejante a la encina, aunque con el follaje no tan denso como ésta. Un hermoso árbol que, como su casa,
«(…) sigue dando amor y cobija
a hombres y pájaros pasajeros
que en él encuentran descanso o nido».
(Final del soneto de A.R.O.)

A.R.O., gracias por abrirme un nuevo concepto en el cerebro con el nombre de ese magnífico árbol, gracias por las imágenes impactantes de ese quejigo de casi quinientos años, gracias por ese soneto, gracias por esa música con palabras de poeta y que canta un queridísimo juglar que libre te quiere.







Siempre te estaré agradecida, querido A.R.O., porque admiro la sencillez, porque la considero un don al alcance de muy pocos, porque ese don te rebosa y me purifica. Ojalá sea digna de tu amistad. Para mí, eres el amigo que todos quisiéramos tener.


Escribo estas letras hoy, en el setenta y un aniversario de la muerte del poeta amigo que hizo que nos encontráramos, en este día que tú recoges precisamente en tu entrada http://arobos.blogspot.com/2010/02/antonio-machado.html. El azar, travieso, nos vuelve a unir a los tres. Gracias, A.R.O., gracias Don Antonio. Y como supongo que cuento con tu permiso, le ofrezco a Don Antonio, en tu nombre y en el mío, por si nos observa desde algún lugar, «estos días azules y este sol de la infancia».

sábado, 20 de febrero de 2010

ME VOY A MESOPOTAMIA

Museo del Louvre, París
(Fotografía de Isabel Martínez)
Relojes, o tablas, mesopotámicas del siglo XIII o XIV antes de Cristo (Museo del Louvre. París)

La eternidad es un segundo. ¿Aguantaremos tantos siglos?

Museo del Louvre, París
(Fotografías de Isabel Martínez)

¿La vida como aspiración a saber o como aspiración a dejarse llevar? ¿Quién es más sabio? ¿Quién es más feliz?

En todo caso, algo se mueve y, sin manifestarse, es percibido: hambre, hambre de eternidad, la mayor de las pasiones.

martes, 9 de febrero de 2010

EL ETERNO COMIENZO


Acabo de leer la primera entrada de este cobijo, aquélla que titulé «El primer paso». Han pasado tres meses. En ese día de decisiones improvisadas, abrí este escondite, le di nombre al azar y le colgué esas escuetas líneas. No sabía nada de esto y continúo ignorando muchos trucos. Pensaba que estaría a solas, con el silencio que me ha acompañado siempre, si bien entretenido con un cuaderno multicolor y extraño para mí en aquellas fechas.

Enseguida, tuve mi primera visita, la de María Jesús Fuertes, y me pellizcaba por si eso me estaba ocurriendo a mí. El blog de María Jesús fue el primero que metí en mi lista. A Paradela de Coles llegué por pura casualidad en septiembre del año pasado, haciendo una búsqueda en Google sobre la ribera del Sil a efectos de organizar un viaje. Aquella página verde y blanca, donde una señora contaba anécdotas de su existencia con gracia y donaire, me cautivó por su sinceridad. Volvía a ella a menudo y leía en silencio.

Después, este lugar se convirtió en una tertulia recoleta donde departíamos unos cuantos amigos. RamónMariano José de Larra fueron las manos a las que me así con verdadero fervor y compañerismo, amén de congeniar en múltiples perspectivas literarias y humanas. Nuestra amistad creció a un ritmo lento y pausado, como siempre he estado acostumbrada en cuestiones de afectos, aunque he de reconocer que en estas ondas cibernéticas todo ocurre muy deprisa. Como muy deprisa se llenó este cobijo de personas maravillosas tras la aventura machadiana, de amigos que dejan observar el latido de sus corazones en sus comentarios, de todos esos amigos que conozco, que quiero, que leo con entusiasmo, que siempre me aportan, me enseñan y me hacen crecer.

Con el paso de los días, también aprendí a subir fotos. Posteriormente, a generar enlaces. Pero aún sigo en la inopia técnica, porque de ahí no he pasado. No escucharéis aquí música. No se deleitaran vuestros ojos con imágenes filmadas en movimiento. Muchas vueltas he dado a aprender a poner estas dos últimas tecnologías, que todo es iniciar el camino. Pero algo en mi interior me frena una vez y otra. La música forma parte de mi vida, es el arte que más admiro, tanto que no puedo escucharla mientras estoy en otros menesteres. Ella requiere mi atención completa y entregada. La música me distrae de las palabras. Aprecio y estimo la buena música que muchos nos regaláis como opcional con "Goear" y otras sofisticaciones de esa especie. Me deleito en imágenes que son poemas filmados. Pero sigo sin animarme a meter estas dos innovaciones. No sé si más tarde las introduciré. Me pregunto la causa, que no es el miedo a investigar sus mecanismos ni una presumible gandulería mía. La sé. La tengo clara. Está ahí, en el fondo, como lo estaba aquel nueve de noviembre pasado. Y esa causa es bien sencilla. Es la misma por la que abrí esta casa, la misma por la que sigo en mi prehistoria tecnológica, la misma que me lleva a gozar de cada cosa por separado. Esa causa no es otra que la palabra. Y abrí este cuaderno por la palabra y para la palabra. Por eso, sacaré esta entrada sin fotografía, porque hoy es el cumple-trimestre de la palabra en el cobijo.

Pretendo lo mismo que pretendía aquel día y que he pretendido siempre ante un folio en blanco: encontrarme aquí, recuperarme de la vorágine de los días sin sentido, dejados en miles de tareas que me resultan absurdas, porque sólo en la palabra encuentro sentido a mi existencia.

sábado, 6 de febrero de 2010

JULIO CORTÁZAR

Lo miro. No me canso de mirarlo, de bucear en sus ojos, esos ojos vivos que asoman por los balcones de unas gafas de concha. Esa mirada clara que penetra inteligente mis ojos rendidos a su encanto. Esa frente alta que guarda manuscritos por todos sus compartimentos, esa boca sensual que se esconde tímida en el abrigo de la barba. Y sus manos, esas manos que confirman su figura alzada y enmarcan, como un cáliz, el triángulo con el que desea ofrecernos sus facciones.

Siempre lo miro en esta pose, siempre en el mismo marco rojo, un marco antiguo con una mancha igual de antigua que no le salta. Un marco del que se cansó mi madre cuando yo contaba diecisiete años. Sacó de él una fotografía de mi hermana en el día de su primera comunión y me lo regaló con esa actitud tan adulta de considerar un gran tesoro lo que su desprendimiento calificaba interiormente como estorbo y trasto. Nada más recibir ese marco, recorté y coloqué en él la fotografía que hoy perdura en el mismo sitio, una fotografía de periódico que atesoraba en una carpeta para que no se estropeara.

Han ocurrido muchas cosas en mi vida desde entonces. Han poblado mis espacios nuevos marcos. Pero éste, el más antiguo de todos, siempre permanece con el mismo contenido.

He soportado variadas y molestas mudanzas. Se me han roto decenas de marcos. Pero éste, el más antiguo de todos, siempre permanece incólume.

He esparcido mis libros y mis escritos en muchos despachos, en muchas habitaciones con vistas dispares. En todos ellos, en un lugar donde su vista se cruza con la mía, siempre ha estado vigilando este señor.

Algunas personas de las que han visitado mis casas a lo largo de los años, y que no lo habían tratado nunca, lo miraban y me preguntaban: «¿Tu padre?» Supongo que si alguna de ésas lo mirara ahora y me mirara a mí me preguntaría: «¿Tu marido? ¿Tu hijo?»

Siempre me acompaña. Siempre me mira cuando escribo. Mi madre, la misma madre que me regaló ese marco como si fuera un tesoro, ahora me dice: «Por favor, hija mía, tira ya esa reliquia con papel de periódico». No le respondo y cabeceo como si asintiera, porque considero que no debo dar disgustos a una mujer que supera con creces los ochenta años.

Y yo te digo, amigo que me acompañas desde siempre, que observas cómo escribo: «Uno habla con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla con vos como yo ahora»Eres como los manuscritos que tú hallaste y que yo hallo en mis bolsillos, mi yo descuidado y juguetón, porque, «para ir pensando, no tenemos nombre», porque ambos tenemos miedo de encontrar un libro «con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen» y morir, porque ambos sabemos que lo absoluto «viene a ser ese momento en que algo logra su máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido y deja por completo de ser interesante», porque ambos jugamos un juego imposible y desprovisto de normas, un juego del que no deseamos salir nunca.

¡Ay, mi Julito!