Conocí a A.R.O. gracias a otro Antonio: Antonio Machado. Aquella jornada mítica del trece de diciembre de dos mil nueve nos unió a muchos. En ese día de peregrinación de un blog a otro, llegué a un cuaderno lleno de belleza y de autenticidad. La naturaleza saltaba de la página informática y cosquilleaba los sentidos con dulzura. Hice un alto en el camino y respiré aquellos aromas. Descubrí El Bosque, un pequeño municipio de la provincia de Cádiz, en el hermoso Parque Natural de la Sierra de Grazalema, dentro de la Ruta de los Pueblos Blancos de Cádiz.
Reconfortada con tanta hermosura, dejé mi comentario al propietario del rincón idílico. Fueron unas palabras ebrias de descubrimiento, casi un susurro que se confirma a sí mismo los gozos del tesoro recién hallado. Había entrado en un lugar puro, en un templo de humanidad, en un entorno de civilización. Supe al instante que volvería allí, porque siempre se retorna a los sitios donde hemos sido felices. Comprendí que había quedado atrapada para siempre. Una sensación, difícil de explicar y sencilla de sentir, me confirmaba que había encontrado un pequeño paraíso.
A.R.O., director de aquel edén, de aquella página, hospitalario como El Bosque (donde existe un Centro de Visitantes), me acogió con cariño y me ha permitido deleitarme desde entonces. Porque cada excursión a AROBOS es un viaje de placer, una tregua que ansía encontrarse con lo auténtico, con paisajes reales, con costumbres sentidas, con palabras que sanan, con amistad sin amiguismos, con hombres y mujeres que no han perdido el contacto con lo primordial.
Como he de centrarme en alguna entrada, destacaría especialmente una trilogía maravillosa con la que A.R.O. nos deleitó con motivo de la celebración del bicentenario de El Bosque como municipio independiente. Versa sobre un árbol: el quejigo, una especie de la familia de los robles, roble carrasqueño semejante a la encina, aunque con el follaje no tan denso como ésta. Un hermoso árbol que, como su casa,
«(…) sigue dando amor y cobija
a hombres y pájaros pasajeros
que en él encuentran descanso o nido».
(Final del soneto de A.R.O.)
A.R.O., gracias por abrirme un nuevo concepto en el cerebro con el nombre de ese magnífico árbol, gracias por las imágenes impactantes de ese quejigo de casi quinientos años, gracias por ese soneto, gracias por esa música con palabras de poeta y que canta un queridísimo juglar que libre te quiere.
Siempre te estaré agradecida, querido A.R.O., porque admiro la sencillez, porque la considero un don al alcance de muy pocos, porque ese don te rebosa y me purifica. Ojalá sea digna de tu amistad. Para mí, eres el amigo que todos quisiéramos tener.
Escribo estas letras hoy, en el setenta y un aniversario de la muerte del poeta amigo que hizo que nos encontráramos, en este día que tú recoges precisamente en tu entrada http://arobos.blogspot.com/2010/02/antonio-machado.html. El azar, travieso, nos vuelve a unir a los tres. Gracias, A.R.O., gracias Don Antonio. Y como supongo que cuento con tu permiso, le ofrezco a Don Antonio, en tu nombre y en el mío, por si nos observa desde algún lugar, «estos días azules y este sol de la infancia».