Nací en el seno de una familia de clase
media, donde no faltaba el pan pero tampoco sobraba para caprichos. Fui la
segunda de tres hermanos y me crié como tantos otros chiquillos de aquella
época, de los que apenas me distinguía más allá de una cierta inclinación a
inventar historias, sobre todo cuando me castigaban mi abuela o mi madre en el
cuarto oscuro por cualquier travesura propia de la edad. La fantasía se
convirtió pronto en mi amiga más frecuentada, pues a su lado me sentía segura y
me aislaba de un mundo que no alcanzaba a comprender.
Crecí con esa propensión a evadirme y con
el auxilio innegable de los libros, el mejor lugar para escaparse de las
rutinas que tanto me fastidiaban. Pronto, muy pronto, mi recuerdo fija a una
chiquilla pegada a papeles y lápices, así como a una máquina de escribir de mi
padre, una Olivetti roja, que aporreaba con mis dos pequeños índices. El objeto
de tanta aplicación no era otro que el contarme historias a mí misma cuando se
me terminaba la lectura, lo cual ocurría pronto, pues un libro que no fuera de
texto no estaba entre las prioridades de las familias, que los adquirían por
santos, cumpleaños y Reyes.
Entre poemas malísimos, cuentos peores y
dramas insufribles, todos escritos por auténtica necesidad, pasé mi infancia y
adolescencia. Jamás supuse que aquella exigencia insoslayable de escribir
cualquier cosa que se me pasara por la cabeza iba a ser el horizonte de mi vida
y el tirano de mi existencia. Eran muchas las reprensiones que sufría de los
allegados acerca de la inutilidad de la escritura y la conveniencia de encauzar
mis sueños por las materias que permiten ganarse el pan cotidiano de forma
convencional.
Por motivos familiares que no vienen al
caso, no estudié la carrera que hubiera deseado, sino Derecho, sin duda un
comodín para el futuro, ya que me permitiría conseguir un buen trabajo. Mientras
la cursaba, entré en contacto con otros jóvenes amantes de las letras, porque
la escritura jamás desapareció de mi existencia y a ella dedicaba horas que le
sisaba al sueño. Publiqué poemas en revistas locales e, incluso, en una
nacional de mucho nombre en aquellos tiempos. Por esta última publicación,
sufrí acusaciones injustas de quienes hasta entonces consideraba mis amigos,
pues suponían que me había ido a Madrid a vender mis encantos de jovencita a
cambio de la gloria. Semejante agravio me llevó a un desencanto total, sólo
roto por la frecuentación de un hombre bueno que me enseñó cómo se debe estar
en el mundo literario: lo más al margen posible, pues se lidia con las
vanidades y estas son espadas mortíferas. Dicho mentor fue Miguel Espinosa
Gironés, de quien siempre me acuerdo y por el que regaño a la muerte por llevárselo
tan joven.
Huérfana, dolida y escarmentada, me dediqué
al mundo del Derecho, la ocupación externa y visible que me ha mantenido hasta
principios de 2010 y me ha llevado a residir en diversas ciudades españolas.
Pero los ríos invisibles de mi existencia se han desarrollado siempre en la escritura:
afición, vocación, pasión, delirio, querencia que no me ha abandonado nunca. Le
quitaba al sueño horas por escribir, aunque no tuvieran destinatario mis
letras. No he podido nunca estar separada de la escritura y, cuando lo he
intentado, casi enfermo.
Asumí mi destino de escritora oculta. No me
importaba con tal de escribir, pues amo la escritura en sí misma considerada,
no el boato externo con que algunos la acompañan. En ocasiones, fantaseaba con
la trascendencia pública, pero sus vasallajes y la maledicencia de los
espíritus envidiosos me mantenían encerrada en mi concha. No deseaba repetir la
historia de mi juventud. No iba a consentir suposiciones indignas sobre mi
persona.
Aunque en el campo jurídico trabajaba durante
largas y agotadoras jornadas, conseguí escribir miles de poemas, decenas de
relatos y dos novelas. El armario de carpetas crecía y crecía, lo que también
multiplicaba mi actividad correctora continua con respecto a lo ya escrito. En
ocasiones, me preguntaba sobre lo que hubiera sido de mi vida si hubiera
luchado por mi escritura, porque era evidente que no podía dejar de escribir
para mantener mi equilibrio como persona. Muchas veces me sentía un ser
extraño, desalmado en el trajín de los días, pues no se hallaba mi alma en la pulcritud
profesional con la que desarrollaba mis tareas, sino en la faceta que escondía en mi despacho de casa.
El malestar crecía en mi interior conforme
pasaban los años, pero me sentía incapaz de atajarlo. Me parecía una completa
irresponsabilidad abandonar el trabajo que me había mantenido con decoro
durante toda mi vida. Esas cosas no las hacía nadie prudente. Estaba cansada de
dedicarme al Derecho, que me gustaba, sí, pero no me apasionaba como la
escritura. Sólo deseaba escribir a todas horas, abrir la puerta al torrente que me ha dominado durante toda mi vida. Por pura casualidad, comencé con este blog y en
él encontré personas que me animaron en mis deseos incontenibles y me dieron la
fe de la que carecía por tanto silencio. Empecé a pensar que, tal vez, podía
intentar la aventura: la de no ser escritora en silencio, sino, también, de
cara al exterior.
Como en ocasiones todo conspira para que
alcancemos el destino que se nos ha reservado, mi falta de valentía la atajó la
crisis económica. La misma me llevó al paro en febrero de 2010. Con la edad que
ya tenía y la penosa situación del país, pocas expectativas de trabajo se me desplegaban.
Volver a colegiarme para el ejercicio de la abogacía tras tantos años sin
ejercer y tantos gastos previsibles que implica dicha dedicación, no era el
horizonte que deseaba. Extraña pero contenta, me volqué de lleno en la
escritura.
Acostumbrada como estoy a trabajar
muchísimo desde siempre, he corregido escritos antiguos y he concluido nuevos
poemas, relatos y una tercera novela. Y he atendido este blog como mejor sé,
este blog que es para mí un instrumento más de lucha, como tantas veces he
señalado en él. No me meto con nadie cuando reflexiono o expongo mis motivos,
aprensiones, manías y demás; sólo reafirmo mi querencia literaria, que no me
impide encariñarme con cualquiera, se dedique o no a la literatura.
En estos momentos, la cuestión es salir al
exterior, pues ya se han reconciliado las dos facetas de mi existencia –la
interna y la externa– y no estoy segmentada, sino que soy unívoca. He empezado
tarde a luchar por mi escritura, que no a escribir, pues lo hago desde siempre
en el silencio. Me preocupan muy poco las lenguas afiladas y los ojos
envidiosos que se dan en este retorcido mundo de las letras donde se capea con
la inmortalidad y, modernamente, con las cifras comerciales. Ya no soy la
jovencita a la que se le hace daño fácilmente y se la manda de una patada al
cuarto oscuro. No, ya no me resigno, y he encontrado el equilibrio en mi
persona y en la vida, aunque sea más pobre que las ratas. Ahora sé lo que
quiero y voy a luchar por conseguirlo, no por ambición, sino por amor, el amor
que me debo a mí misma, a los que me rodean y a la materia que me ha alegrado
siempre: la literatura.
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Hoy, día 21 de septiembre, el pintor Andrés Rueda saca dos poemas míos acompañando a dos magníficos cuadros de su autoría. Aquí os dejo el enlace por si os apetece visitar su blog.