Recientemente, se han dado dos situaciones en mi vida que me han llevado a reflexionar de nuevo sobre cuestiones que tenía bien archivadas. Las creía conocidas, tópicas y ya puestas en práctica por la inmensa mayoría. No sé si será la crisis y estos tiempos feos que cabalgamos, no sé si se deberá al lado oscuro de la naturaleza humana, pero lo cierto es que he sentido de nuevo una profunda injusticia en mi interior y unas ganas tremendas de denunciar a quienes todavía se comportan como si fueran los dueños de la existencia y estuvieran en posesión de una verdad sólo a ellos confiada.
Como huyo de la violencia y de los enfrentamientos estériles y pueriles, no entraré en apreciaciones sobre esos seres que se creen depositarios del sentido recto, sacerdotes de esencias ya caducas, jurisconsultos con potestad legislativa sobre todos. Me basta con decir que jamás entraré en esos juegos y que siempre he preferido la auctoritas a la potestas.
Supongo que, como hija del siglo XX, tengo una buena dosis de individualismo. Sí, he de reconocer que soy terriblemente individualista. No acepto de buen grado las imposiciones, ni las consignas, ni las disciplinas que encorseten mi mente. No admito intromisión alguna en mi reducido ámbito de libertad. Y digo reducido porque, como todo humano, conozco los límites que me conforman: los genéricos que la sociedad impone y los éticos de respeto a la dignidad y a la libertad de los otros.
Mis primeros años, los años en los que se forma el carácter de una persona, se desarrollaron bajo la dictadura franquista. Muy pronto se despertó en mí un espíritu rebelde que se alzaba contra un entorno que no dudé un segundo en calificar como opresivo, pues opresivo era acudir a la librería en busca de un autor o de un título y que fuera prácticamente imposible conseguirlo, opresivo era ser mujer y cargar sobre los hombros una serie de obligaciones que no atañían a los hombres –aunque a nosotras nos atañeran todas las de ellos–, opresivo era no poder hablar, no poder expresar los pensamientos.
La rebeldía ante lo que mis pocos años no aguantaban me llevo a asumir una militancia de izquierdas, una militancia que inicié llena de ilusión, con la fe ciega y maravillosa que la juventud alberga en la posibilidad de forjar un mundo más justo y equitativo, con las ganas de lucha impolutas y vírgenes. Pronto comprobaría que el ser humano muestra sus defectos y virtudes en todos los ámbitos y que la ideología no salva ni otorga un marchamo de distinción ética. Me aterré ante determinadas actitudes de gentes que se llamaban a sí mismas progresistas, observé malos modos y envidias encubiertas, advertí abusos de un hipotético poder basado en el carisma, me alcé frente a silencios que guardaban la información para unos pocos, me desilusioné en suma. Aún era muy joven para entender algo que comprendí más tarde: que la ideología no salva del descalabro como ser humano.
Huérfana de congéneres en ideas expansivas y escarmentada de partidismos que quisieran colonizarme y programarme la mente para que sólo apreciara un determinado segmento de color, negando el resto variado y rico que ofrece el arcoíris, me creé mi propia ética basada en la experiencia, en la observación detallada del entorno y en la lectura y escritura incesantes. Contrastaba en la realidad cotidiana que existían maravillosas personas que se definían de derechas y seres oscuros que se proclamaban de izquierdas. En definitiva, aprendí que la pretendida ideología de un ser humano no lo nimba de gloria ni lo arroja sin más al infierno de los injustos. La lectura y mi particular pasión, la escritura, me llevaron a meterme en el alma de muchos personajes, a sondear sin miedos los abismos de todos los humanos. En esa tarea solitaria y al tiempo enriquecedora, ya que acerca a los otros al ponernos de veras en su piel, descubrí que sólo puede cambiarse la sociedad cuando los individuos que la integran son en su interior justos, limpios de alma, respetuosos con las verdades de los otros, compasivos y solidarios con cualquier compañero de vida. Es fácil llenarse la boca con posturas progresistas y difícil ser progresista en la vida cotidiana, abierto a todas las razones, atento a lo bueno que cada hombre lleva en su interior, alerta a la chispa de eternidad que cada uno cobija.
Aprendí la lección y, a lo largo de mi vida, he conocido a personas y no a miembros de partidos, militantes de consignas o voces amparadas en generalidades. Como a personas las he tratado, con el mismo respeto que me trato a mí misma. Nunca me ha importado ab initio su ideología; sólo he atendido a su actuación cotidiana, a baremos de bondad, a estelas de justicia, a siembras de comprensión. En ocasiones, me han dicho que son de derechas y –he de confesarles– me han dado un cierto reparo, pero soy rápida de reflejos y siempre he reaccionado pronto, porque no me importa como se designen si veo en su acontecer bondad y justicia. También he conocido a auténticos indeseables que se proclaman ufanos de izquierdas y creen que, con eso, basta y sobra.
Toda esta perorata puede resultarles pueril e ingenua. Para mí, no lo es. Ya hace mucho tiempo que he descubierto que sólo la suma de impulsos individuales puede lograr una sociedad más justa, equitativa e igualitaria. Impulsos guiados por una ética que no se pliega ante el dinero ni ante los privilegios del poder.
¿Será posible el cambio a nivel individual? ¿Será posible acabar con la corrupción personal? Porque si cada uno actúa desde una ética privada que le impide tales desvergüenzas, no habrá tentación frente a esa persona y el mundo será un poquito más justo. Si sumo éticas en individuos, crece el porcentaje. Si se extiende ese modus vivendi cambio perspectivas imperantes en la sociedad.
Suelo ser optimista y tiendo sin fisuras hacia la ilusión, aunque también albergo mis dudas y recelos, que la historia de la humanidad arroja siempre el mismo balance de pasiones a través de los siglos. En todo caso, y a sabiendas para no perder los ánimos en la batalla de conseguir un mayor nivel ético, me amparo al abrigo de una frase del revolucionario italiano Antonio Gramsci: «Frente al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad» (cito de memoria). Mi voluntad es optimista y desea creer que seremos capaces de mantenernos limpios algún día. Sin esa limpieza interior, no cabe ningún cambio social.